El fin de las conferencias matutinas de Andrés Manuel López Obrador marca el cierre de un oscurantismo en materia de comunicación política en México. El silencio que le sucederá nos heredará un legado de falsedades.
Lo que alguna vez se vendió como un ejercicio de transparencia, donde el presidente respondería a sus críticos, pronto se reveló como un soliloquio presidencial, un monólogo cargado de mentiras, insultos y manipulación.
La mañanera fue el altar de la mentira absoluta, el púlpito desde el cual AMLO consolidó la mitocracia. Repetir una mentira hasta convertirla en verdad fue la piedra angular de su estrategia comunicativa.
Se nos dijo que estas conferencias eran un foro abierto, un espacio donde el presidente podría aclarar malentendidos y replicar a sus detractores. Mentira. Nunca se apeló al diálogo.
Lo que presenciamos fue la construcción de un relato autoritario donde toda crítica era tachada de conspiración, todo opositor era denigrado como parte de un complot y toda disidencia era perseguida como traición.
La mañanera no fue más que un incitador al linchamiento moral y político. Ahí, desde ese estrado, se pronunciaban las inquisiciones y se decretaba quién sería el siguiente objetivo de la furia popular.
La retórica presidencial se convirtió en el estandarte de la falacia. Desde ese podio, López Obrador nos demostró que la verdad no importaba, que lo esencial era usurpar la narrativa nacional a fuerza de repetir mentiras. Cada mañana, el país despertaba al eco de una nueva distorsión. El tren maya, el desabasto de medicamentos, la seguridad nacional, la corrupción en su propio gobierno. Todo se moldeaba a su conveniencia, transformando los hechos en un espectáculo de autojustificación.
Y funcionó. Por eso a Andrés se le juzgó por sus intenciones y no por sus resultados.
Pero no fue solo un foro de mentiras. Fue también la tarima de la censura. Desde ese auditorio presidencial se persiguió a los opositores con saña, mientras el presidente les asignaba etiquetas difamatorias: fifís, conservadores, prensa vendida. ¿El resultado? Un clima de miedo e intimidación donde la crítica se castigaba, y la lealtad ciega se premiaba.
La mañanera fue, sin duda, la tribuna de la megalomanía y la falacia. La verdad dejó de importar desde el primer día en que AMLO pisó ese escenario.
Recordemos algunas de las mentiras más emblemáticas de este sexenio, repetidas hasta el hartazgo en esas conferencias que funcionaron más como propaganda que como ejercicio de transparencia. Ya no hay masacres como antes, aseguró mientras la violencia seguía desbordada. No vamos a endeudar al país, decía, cuando la deuda pública crecía. El sistema de salud será mejor que el de Dinamarca, afirmó, mientras el IMSS Bienestar se quedaba lejos de esa promesa. En Morena no hay nepotismo, sentenció, mientras los casos de favoritismo familiar salían a la luz. Hay que abrazarse. ¡No pasa nada! Clamó criminalmente durante una pandemia.
Las mañaneras no fueron un ejercicio de diálogo. Fueron, en su esencia, la consagración de la mentira.
Andrés Manuel López Obrador, con su estilo populista y autoritario, usó ese espacio para erosionar la confianza en las instituciones, destruir la credibilidad de los medios y polarizar a la sociedad mexicana. Fue un embustero consuetudinario, un maestro del engaño que convirtió el embuste en su bandera.
Con el fin de las mañaneras, se cierra un ciclo de manipulación sin precedentes. Adiós al altar de la mentira absoluta.