Mientras en TikTok se viralizaban videos donde trabajadores chinos mostraban la verdadera cara de la producción masiva de las marcas de lujo, el papa Francisco, en silencio, iba apagando su luz. Cuando creímos que el escándalo de las bolsas fabricadas en masa sería el protagonista de los titulares, la muerte del papa nos sorprendió y robó todas las primeras planas. En un giro casi poético, el hombre que denunció los excesos y las vanidades del capitalismo salvaje partió justo cuando ese sistema quedaba al desnudo. Tal vez haya algo simbólico en esa coincidencia.
Francisco fue el papa que rompió moldes. Renunció al lujo, a los tronos dorados y a las capas bordadas, a los zapatos rojos. Cambió el palacio apostólico por un apartamento sencillo, los autos de lujo por un pequeño Fiat, las joyas extravagantes de oro macizo, por joyas más sencillas y de color plateado. Humanizó la figura del Papa, la acercó al prójimo. Con su forma de ser, demostró que el poder es para servir, y no un espectáculo de opulencia. Todo lo contrario, a la industria del lujo, que vende apariencia, distancia y una ilusión de superioridad.
El papa incómodo
Francisco incomodaba porque decía lo que muchos preferían ignorar: vivimos en un sistema que usa y tira personas como si fueran cosas. Él acuñó el término de “la cultura del descarte”. Hoy, las marcas “de lujo”, desenmascaradas por la producción masiva y la explotación laboral, exhiben su peor rostro justo cuando perdemos a quien nos pedía, algo sencillo y radical: que nos mirarnos como iguales, que protegiéramos la dignidad de todos, que no perdiéramos la empatía en un sistema que todo lo convierte en mercancía.
¿La ley? Está, pero es evidente que están del lado de los que más tienen. Los acuerdos internacionales, los compromisos de responsabilidad social, las leyes de derechos del consumidor... Todo existe sobre el papel, pero a la hora de la verdad, las reglas protegen a las marcas y a los grandes empresarios. Nosotros, los consumidores, somos lo menos importante: masa que compra, calla y sigue alimentando un sistema que no tiene ningún interés real en protegernos.
La “cultura del descarte” de la que hablaba Francisco no es teoría: es nuestro presente. Objetos, relaciones, incluso valores, todo se vuelve descartable. Hoy, hasta el “lujo” que prometía exclusividad es, en el fondo, basura que sólo sirve para alimentar la vanidad. Vivimos en una sociedad tan obsesionada con mostrar marcas que ha olvidado que el verdadero valor de una persona se mide en su conciencia, su empatía, su arte y su acción, no en la etiqueta de su ropa.
Considero que la muerte del Papa y el escándalo de las marcas de lujo no son hechos aislados. Son síntomas de un mismo colapso moral. Mientras Francisco predicaba humildad y servicio, el mercado empujaba a millones a buscar validación en etiquetas y logos; sin importar- en muchos casos-cómo obtienen el dinero para conseguirlos…
Hoy vemos que el capitalismo, incapaz de sostener siquiera sus propias ficciones, empieza a desmoronarse bajo el peso de su propia falsedad.
No basta con indignarnos en redes ni con compartir titulares escandalosos. La verdadera transformación exige replantear el significado de éxito, romper con la lógica del consumo vacío y, sobre todo, reconocer que nuestra dignidad nunca dependerá de lo que podamos comprar, sino de cómo decidamos vivir y construir comunidad.
¿Seguiremos creyendo que portar un bolso de miles de pesos nos hace superiores mientras fingimos no saber de dónde viene todo? El “lujo”, en su forma actual, no es aspiración: es una fantasía construida sobre la necesidad de separarnos, de marcarnos como distintos a toda costa, aunque ya sepamos que es una mentira.
En México, donde la desigualdad es parte del paisaje diario, aspirar a símbolos de lujo es como para tratar de construir muros imaginarios para creernos mejores. Y lo más triste es que, a pesar de la verdad expuesta, muchos seguirán eligiendo la mentira.
Francisco ya no está para seguir señalando nuestras contradicciones. La pregunta es si nosotros vamos a tener el valor de ver y aceptar todo lo que sucede. No necesitamos más estatus, ni más objetos. Necesitamos recuperar la dignidad, la empatía, y el sentido de comunidad. Porque si no cambiamos, los próximos en ser descartados seremos nosotros.