Ayer tuvo lugar un aniversario más de la Constitución de 1917. El lector recordará que la Carta Magna fue en aquel momento la primera ley fundamental de corte social. Como resultado de los principios emanados de la Revolución, el Constituyente reunido en Querétaro decidió consagrar en un documento lo que debía constituir las leyes y normas que regirían el destino de los mexicanos.

Sin embargo, algunos de los principios incluidos no fueron implementados en un momento inmediatamente posterior. Especial mención merece el artículo 27 constitucional, mismo que contenía la propiedad de la nación sobre la tierra y el subsuelo. No fue sino hasta la expropiación petrolera decretada por Lázaro Cárdenas en 1938 cuando finalmente el Estado mexicano recuperó en los hechos la propiedad del subsuelo.

Los años del inmovilismo político pusieron de manifiesto que la ley por sí misma es incapaz de darse contenido, sino que resulta necesario la existencia de una verdadera voluntad – como el caso del general Cárdenas- para llevar a los hechos lo que fue plasmado en los textos.

Más tarde, a lo largo del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI, la Constitución mexicana ha sido objeto de cientos de reformas. Al día de hoy se cuentan más de 700 cambios.

La Constitución mexicana ha sido, desafortunadamente, y a diferencia de otras leyes fundamentales, utilizada como un botín legal. Me explico. Los presidentes en turno, especialmente desde Carlos Salinas de Gortari hasta AMLO, se han servido de ello, aprovechándose de su maleabilidad para imprimir en el texto sus proyectos de gobierno.

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Enrique Peña Nieto, en el marco de la alianza legislativa conocida como el Pacto por México, promovió una serie de cambios que condujeron a diversas reformas constitucionales en materia energética, de salud y de telecomunicaciones, entre otras. Años más tarde AMLO revertiría esas reformas modificando nuevamente el texto constitucional.

En suma, la Constitución mexicana, lejos de representar una auténtica visión del Estado mexicano centrada en la justicia y en la lucha por la democracia, ha sido objeto de múltiples transformaciones que han buscado plasmar en ella los proyectos políticos de los gobiernos en turno.

Algunos constitucionalistas se han planteado la cuestión sobre si será eventualmente necesario convocar un Constituyente para la redacción de una nueva carta magna. Quizá resultaría innecesario. Lo que sí es un hecho es que la Constitución de 1917, con sus sucesivas reformas a lo largo de las décadas, ha dejado de ser un referente del espíritu del constitucionalismo mexicano y ha devenido en un instrumento político para los presidentes cada seis años.