No hay duda de que Bad Bunny es un fenómeno global. Lo es desde la mercadotecnia, y ciertamente, no por sus talentos musicales. No creo que exista un verdadero amante de la música que, con los ojos cerrados, se aventure a asegurar que el cantante puertorriqueño se caracteriza por la calidad de su voz, por sus arreglos musicales, por sus valiosas canciones o por el valor que aporta a la sociedad.

En este contexto, y tras el fraude cometido a miles de capitalinos que tenían la intención de ir al concierto de Bad Bunny en el Estadio Azteca, AMLO y Claudia Sheinbaum se dieron a la tarea de contactar a los representantes del cantante para invitarle a que ofrezca un concierto gratuito en el Zócalo. Como era lógico, el autor de la horrorosa canción de Tití me preguntó rechazó la invitación.

Apenas ayer AMLO llamó a Bad Bunny una “persona sensible y solidaria, y expresó su “tristeza” ante el hecho de que jóvenes no hubiesen podido ir al concierto (por el tema del fraude de los boletos). Enseguida el presidente informó que había instruido al procurador del Consumidor para que se reintegrase a la brevedad el monto del costo de los boletos fraudulentos.

Vamos a ver. Sí hay que reconocer al presidente AMLO su voluntad de que se haga justicia y de que a los mexicanos que perdieron su dinero les sea devuelto el costo total del boleto, o en su caso, que se les ofrezca alternativas.

Sin embargo, lo que sí resulta lamentable es que el presidente de México, en vez de dirigir esfuerzos para mejorar la educación de todos los mexicanos, dedique espacios para promover que los jóvenes mexicanos escuchen música que tristemente no abonará al fortalecimiento de la reflexión crítica, al amor a la música, a la cultura, al enriquecimiento del intelecto o al poder de discernimiento; elementos alarmantemente necesarios para una sociedad sujeta a la voluntad autoritaria del jefe del Estado y de su partido.

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No se trata, empero, de un fenómeno nuevo en los regímenes populistas. Por el contrario, es recurrente. Los líderes carismáticos, lejos de apostar por la educación, optan por incentivar en sus gobernados el agrado por los eventos recreativos vacíos, por la música hueca y por aquello que no promueva la importancia de la educación y el forjamiento de valores cívicos.

En otras palabras, como bien reza el refrán “en gustos se rompen géneros” todos los ciudadanos son libres de escuchar la música de su preferencia. Sin embargo, promover, desde el púlpito presidencial, los ritmos al estilo de Bad Bunny no parece ser lo que más conviene a los jóvenes ni a nuestra democracia bajo asedio.