El presidente AMLO, en su mañanera del pasado martes, finalmente concedió el beneficio de la duda al neoliberalismo. “No sería del todo malo… si no hubiera corrupción”, aseveró el jefe del Estado mexicano.
AMLO acierta en su declaración. Sin embargo, cae en la torpeza dialéctica, pues ningún modelo económico, trátese del socialismo, la social democracia o el neoliberalismo, será una forma de organización económica exitosa si está contaminada por la corrupción. Me explico brevemente.
En el caso del neoliberalismo, la corrupción corroe las estructuras principalmente al momento de la concesión de permisos de obra pública, pues el Estado, consumido internamente por los intereses de un puñado de funcionarios, tenderá a beneficiar aun grupo de empresarios. De ello ha sido Carlos Salinas reiteradamente acusado durante el proceso de privatizaciones que tuvieron lugar durante los años noventa, en el cenit del periodo neoliberal.
El socialismo también puede ser derrotado por la corrupción. Quizá no sea a través de las adquisiciones o permisos concedidos por el Estado (pues en este modelo económico los recursos públicos son enteramente administrados por el Estado) sino mediante la apropiación por parte de los funcionarios de los fondos que administran. Lo mismo puede ocurrir con una social democracia.
En suma, cualquier modelo económico, desde el neoliberalismo hasta el socialismo a ultranza, dejará de ser viable y comenzará a ser perjudicial una vez que un puñado de funcionarios ha caído en las fauces de la corrupción.
En este contexto, y ante los reiterados embates contra el neoliberalismo por parte de AMLO y de muchos otros, los intelectuales se plantean ¿cuál debe ser entonces el modelo económico que mejor atienda las necesidades de los gobernados y que ofrezca un piso parejo sobre el cual todos los ciudadanos tengan las mismas oportunidades de desarrollo?
Pregunta compleja, sin duda. Sin embargo, a la luz de los resultados, y frente a la exacerbación de la pobreza y de la desigualdad, la evidencia apunta hacia la necesidad de un modelo de mercado caracterizado por la presencia un Estado fuerte que cuente con amplias capacidades de recaudación fiscal, con el objetivo de redistribuir los ingresos estatales mediante una política progresiva.
Resulta necesaria, pues, la puesta en marcha de una política fiscal progresiva que exija que los más acaudalados paguen una mayor tasa impositiva, y que así los hogares más desfavorecidos se vean beneficiados por una política de redistribución. Sin embargo, ello no implica la aplicación de medidas clientelares, como es recurrente en los regímenes populistas latinoamericanos.
El Estado debe intervenir en la economía para paliar las imperfecciones del mercado. Ello no representa, en ningún caso, la utilización de los subsidios estatales como vehículo político para ganar voluntades. La solución no es, pues, la estrategia implementada por los populistas dirigida a la entrega de limitados subsidios ¡No! La intervención del Estado debe apuntar hacia una mayor inversión en educación, salud, y otros servicios públicos fundamentales para el desarrollo.
En suma, en medio del desgastado debate en torno a la intervención del Estado en la economía, la respuesta no es sencilla. Sin embargo, a la luz del consenso de los economistas modernos, sí que podemos concluir lo siguiente: el neoliberalismo del siglo XXI exige una reformulación. Debe conservar los principios del libre mercado, pero a la vez, el Estado debe salvaguardar la estabilidad macroeconómica e intervenir con el objetivo de combatir la pobreza y la desigualdad.
No se trata, en resumen, de optar por las estrategias fracasadas de entregar unos cuantos pesos o bolívares en forma de dádivas, sino a través de una política inteligente de Estado que permita que todos los ciudadanos tengan acceso a servicios públicos de calidad.
AMLO, en su astucia política, maneja espléndidamente el discurso de la desigualdad y el combate contra la pobreza, y aplica, a la letra, la estrategia populista. Sin embargo, los resultados apuntan hacia el fracaso. La pobreza se ha expandido, no se ha reducido la desigualdad y no ha existido una verdadera reforma fiscal que permita alcanzar lo que tanto pregona AMLO en sus discursos. Su diagnóstico es certero, sin duda. Su estrategia… fallida.