Al padre Solalinde le debe de tener muy sin cuidado lo que se piense de él. Así se aprecia por la bochornosa quema de incienso al presidente López Obrador, erigido en un singular caso próximo a la santidad. Al padre Solalinde se le asocia con la defensa firme y decidida de los migrantes, marginados que huyen de la pobreza o la violencia. Desde luego que merecen empatía y más de un sacerdote con vocación social. Si ha habido un gobierno represor de los migrantes ha sido el actual. Al padre lo mueven más sus intereses que sus convicciones, o más bien, sus convicciones políticas que su interés por los marginados, para el caso concreto, los migrantes.
Fuera del vergonzoso desliz del cura, está la realidad de Andrés Manuel. Su actitud corresponde más al de un líder religioso que a un líder político. Así lo ven muchos mexicanos. Él así se ha personificado por las recurrentes expresiones religiosas. Pero más que ello es por su sentido de causa que busca la trascendencia moral y espiritual. Se aleja del sentido convencional de la política, lo dice y lo práctica, aunque su obsesión electoral lo contradice.
Las condiciones de éxito del mensaje lopezobradorista están en él y su círculo cercano que le venera, pero también en la sociedad; buena parte de ésta navega en ese mar de creencias sobre el poder y sobre la Presidencia en su versión religiosa, no ciudadana, una instancia de voluntad que todo lo puede, distinta a todo lo existente y próxima a los grandes héroes del Panteón Nacional. Se cree que son personajes de otra pasta, de otra condición, de otro mundo.
Como tal no ha habido en la Presidencia personajes de culto como López Obrador. Los hombres de sangre y hueso que habitan nuestro inventario de historia patria pudieron ser extraordinarios, pero finalmente, en el examen al margen del prejuicio y del fanatismo fueron humanos como cualquiera y ese, seguramente, es su mayor mérito: trascender sin pretenderlo, a diferencia del monarca que ahora habita Palacio Nacional en su condición de presidente.
Se decía que la formación de la conciencia nacional se da en el sincretismo cultural y religioso. A ello pertenece la fe guadalupana que recrea la idea de pueblo escogido. También con la idea del regreso de Quetzalcóatl, menos popular, pero igualmente relevante para reivindicar la grandeza mexicana.
Las creencias religiosas, como escribió Octavio Paz, fueron sustento del presidencialismo autoritario, del régimen del ogro filantrópico. Es obvio que esto nada tiene que ver con el sentido republicano del poder público, esto es, su origen democrático y la idea de soberanía popular. Son muchos quienes están domiciliados en ese mundo mágico de creencias sobrenaturales asociadas al poder presidencial. La falta de cultura ciudadana, el oportunismo de las élites nacionales y su temor y complejo de culpa han hecho posible el regreso por la puerta trasera del presidencialismo providencial por la vía del culto al personaje López Obrador.
De allí el blindaje a las pésimas cuentas de desempeño y a los recurrentes escándalos en su entorno próximo y su acreditada popularidad, mayor en el centro y sur del país que en el norte, geografía de ilustra y también delata. Se habita un país de súbditos que anhelan certeza, guía y un personaje de verdades reveladas y de voluntad intransigente. Un padre, un líder que exima de responsabilidad presente y pasada y que, sin vacilación, indique la ruta y el destino nacionales.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto