Mucho se discute sobre el ascenso de la izquierda en los gobiernos de México y de América Latina. Este último giro que inició México con las elecciones de 2018 ha llenado de temores y ha generado reacciones exacerbadas de algunos grupos sociales, la mayor parte concordantes con doctrinas afines al neoliberalismo económico. Las críticas se derivan de lo observado en diferentes etapas históricas; es decir, lo que se quiere apreciar es un simple regreso al estatismo y en un grado más extremo, al populismo.
Poco se reconoce que los triunfos de los candidatos y los partidos de izquierda se han dado por la vía democrática y que millones de personas, por lo tanto, han mostrado su desencanto por los resultados que ha arrojado el modelo neoliberal a lo largo de muchos años (48, si se toma como referencia el golpe militar de Augusto Pinochet al gobierno de Salvador Allende) Historia nada grata, porque el ascenso del neoliberalismo económico y el empoderamiento de las ideas de la fuerza del mercado tuvieron su origen en la represión y en la supresión de los derechos civiles y políticos. Si se quisiera una sinopsis, se diría que el neoliberalismo en nuestro continente emergió con el ascenso y la consolidación de un gobierno autoritario y ha concluido -al menos eso indican los acontecimientos recientes- con la decisión democrática y pacífica de encontrar nuevas alternativas.
Se hace hincapié en los riesgos y peligros que conlleva el giro político hacia la izquierda; poco se dice que el declive del modelo neoliberal tiene su origen en sus propias deficiencias, que todo se deriva de sus magros resultados sociales. Se coincide que las tasas de crecimiento económico durante el periodo neoliberal fueron insuficientes para posibilitar el equilibrio que requería la sociedad en términos demográficos, de empleo, de ingreso y de bienestar. Sin embargo, el principal sesgo del modelo, más bien, se encuentra en los déficits sociales que trajo consigo la distribución de la riqueza generada, de por sí insuficiente.
Al analizar el comportamiento del Producto Interno Bruto en México, en términos reales, se observa que el de 2018 fue más alto en 15.6 veces al de 1950; sin embargo, la pobreza patrimonial con respecto a la población total en 2018 fue de 48.8 por ciento, en tanto que en 1950 era de 23.9 por ciento; es decir, la pobreza en términos porcentuales creció dos veces más y a la población pobre se le sumaron 55 millones de personas. Con estos datos, se puede aseverar que la gente vivía mejor en los cincuenta del siglo pasado.
Si se toman en cuenta las mismas cifras de la etapa neoliberal, se tiene que el PIB real de 2018 fue 2.4 veces más alto que el de 1980, mientras que la pobreza aumentó nueve puntos porcentuales; lo que significó 34.5 millones de pobres más en cuatro décadas. En los resultados, desde luego, juega un papel relevante la expansión demográfica; pero lo cierto es que el índice de pobreza patrimonial se mantuvo en la última década (con altibajos) en un nivel cercano a 50 por ciento. Las mismas clases medias se han empobrecido e importantes núcleos se han incorporado (sobre todo en los noventa) a la gran masa de pobres; o bien, sólo se mantienen en forma transitoria en los segmentos de ingresos intermedios, lo que indica que el riesgo de caer en condiciones de insuficiencia de ingresos es alto.
Se da la cruel situación que nuestro país sí ha generado más riqueza (si se considera el PIB en términos reales) pero ha producido más pobres. Bajo esa paradoja, ningún sistema o régimen de gobierno puede tener bases sociales sustentables. Alguien podría cuestionar y decir que pese a ello el periodo neoliberal duró 40 años, sin grandes cambios en sus directrices económicas; sin embargo, lo haría sin reconocer eventos políticos relevantes. Durante los procesos electorales de 1988 y 2006 hubo un voto masivo por la izquierda, a tal punto que muchos coinciden de que hubo fraude electoral. El voto ciudadano en 2000 que puso fin al régimen de un solo partido, asimismo, tenía una naturaleza esperanzadora: si se optó por el PAN fue también porque la gente pensó que ello podía significar un cambio en sus condiciones de existencia.
Dado el continuo deterioro social no era impensable el ascenso de la izquierda en el gobierno del país. No fue en 1988 ni en 2006; si en 2018, cuando el voto cuantioso hizo imposible siquiera intentar modificar el veredicto obtenido en las urnas. Llegaba un gobierno distinto al PAN y al PRI; de izquierda, pero con características sui géneris que valen la pena comentar.
Tiene razón López Dóriga cuando afirma que todo lo que ha hecho el presidente López Obrador lo había anunciado desde la campaña presidencial. Llamó la atención de manera particular cuando manifestó su simpatía por el modelo de desarrollo estabilizador; los calificativos no se hicieron esperar, lo menos que se le dijo fue que tenía una visión tardía o trasnochada. De los sesentas al presente el mundo ha cambiado radicalmente; sin embargo, hay objetivos que permanecen inamovibles: el crecimiento económico y la estabilidad de precios. No hay vuelta de hoja, los números fríos indican que la economía mexicana creció durante los 14 años del desarrollo estabilizador a una tasa superior de 6 por ciento y sin el sobresalto de precios continuamente crecientes.
Mantener la economía sin la presencia de una inflación en aumento es vital por dos razones sustantivas:
- Porque no se degrada la riqueza generada o los ingresos de toda la población.
- porque posibilita la certidumbre en los proyectos de inversión, cuyos horizontes generalmente son de largo plazo. La gran enseñanza del desarrollo estabilizador es que la inflación sólo resulta controlable cuando existe equilibrio en las finanzas públicas; es decir, cuando los gastos de los gobiernos se equiparan a sus ingresos.
Experiencias posteriores nos enseñaron que entre más grande sea la brecha negativa del gasto y del ingreso públicos, mayor es la probabilidad de generar un encadenamiento de deuda con desordenes financieros y monetarios, más cuando se recurre al financiamiento directo del Banco Central. Gran parte de los ajustes y de las reformas fiscales y financieras instrumentadas en los noventas del siglo pasado, se encaminaron a corregir la escalada de precios sufrida desde los setentas.
Dos medidas valen la pena destacar de ese periodo:
- Sostener un balance primario (gastos menos ingresos del sector público) cercano a “cero”.
- Descartar a la emisión monetaria como mecanismo de financiamiento público. Esto último es uno de los puntos nodales de la autonomía del Banco de México de la que tanto se habla.
En términos sociales o económicos nada más grave que un Estado extraordinariamente endeudado o deficitario, porque ello lo lleva a su inacción y a contraer en exceso su gasto en sectores prioritarios (educación, vivienda, seguridad pública, entre otros), en programas sociales y desde luego, en su inversión. Esa concordancia del actual gobierno con la estrategia que posibilita la estabilidad de precios es uno de sus grandes puntos a favor y lo aleja de las visiones populistas de algunos gobiernos de izquierda, como el de Venezuela o incluso, el de Argentina. Cuando el presidente López Obrador habla de disciplina fiscal no lo hace de dientes para afuera; en efecto, constituye uno de los grandes principios que rigen la conducción de su gobierno.
Alguien podría argumentar que el objetivo de estabilidad no se ha cumplido del todo, dada la tasa inflacionaria de 7.36 por ciento experimentada en 2021; sin embargo, debe decirse que la misma no se deriva básicamente de un problema fiscal (el déficit primario es de apenas 0.3 por ciento); que ha actuado un contexto global de inflación y que existen efectos de costos importados o de exceso de liquidez en Estados Unidos que se trasmina a México.
Si uno de los soportes básicos es mantener finanzas públicas sanas, como se hizo en el periodo estabilizador o como lo han hecho casi todos los gobiernos neoliberales, entonces, ¿cuál es la diferencia que existe entre el actual gobierno y el neoliberalismo? Además de propiciar el crecimiento y la estabilidad económicos, en política económica existe un tercer objetivo: la distribución del ingreso. Sobre este tema hay un debate intenso (algunos, en su caso, sólo la consideran como un objetivo secundario). Sin salirse del equilibrio fiscal, el gobierno federal ha transferido buena parte de los recursos fiscales hacia la población vulnerable o a los pobres. Sobra decir que, en la crisis pandémica, caracterizada por la parálisis y el desempleo masivo, ello sirvió -según el Fondo Monetario Internacional- para evitar que cayeran en la pobreza extrema 2.5 millones de mexicanos; en dado caso los programas sociales sirvieron para paliar una emergencia que pudo haber llevado a un desastre social.
Fiel al principio de las finanzas sanas, el presidente López Obrador dirigió los apoyos a partir de los ingresos que se incrementaron con la eliminación de privilegios fiscales, de exenciones y con el cobro de adeudos a los grandes contribuyentes. Reiteradamente, en la pandemia, declaró que esos ingresos tendrían que servir para “rescatar” a los pobres y no a las grandes empresas o empresarios. El énfasis lo ha dado también en las políticas para determinar el tamaño del gobierno; para él es un elefante reumático y lo prefiere achicado, con el propósito de ampliar los beneficios sociales. El gobierno para él sólo debe gastar lo básico.
Antes de concluir la columna, hagamos una pregunta provocadora: ¿es viable en el mediano y largo plazos una política económica sustentada básicamente en transferencias fiscales a los pobres?; o, aún mejor, ¿qué tendría que pasar para que esta estrategia fuera sostenible sin alterar la estabilidad económica? ¡Iniciemos el debate!