La apertura institucional es un principio rector de todo ejercicio de gestión pública, vinculado con la transparencia y así con el derecho humano de acceso a la información.

Por tal motivo, las prácticas públicas que dan forma y sustancia a la apertura institucional deben ser susceptibles de adaptarse y adecuarse a las dinámicas condiciones actuales de cambio social, tecnológico, económico y político; así como ser capaces de mantener y promover la equidad, para potenciar la igualdad sustancial entre todas las personas de modo incluyente. Tales adaptaciones y adecuaciones progresivas han de hacerse cargo de las brechas aún existentes en esta materia en relación con grupos como las mujeres, niñas, indígenas, diversidad sexual, afromexicanos y otros grupos de atención prioritaria que, históricamente, han permanecido al margen del diálogo y así, de una justicia distributiva verdaderamente integral y, por ello, congruente con la debida consideración de su dignidad en condiciones de igualdad y con los principios y valores de nuestra Constitución.

En tal sentido, la apertura institucional no es un destino, es un camino. Es la ruta que pasa por el universal, interdependiente, indivisible, progresivo y, sobre todo, permanente empoderamiento equitativo de las personas y por la potenciación de sus posibilidades de libre desarrollo. Por ello, se relaciona también con la rendición de cuentas y con la responsabilidad institucional, entendidas ambas en un sentido amplio.

Es decir, en una comprensión dinámica y adaptativa del rol que debe tener el Estado de cara a todas las personas y que, como ideal democrático se ubica siempre, más allá de su presunta satisfacción por la mera dotación de información relativa al ejercicio de las facultades y atribuciones de las instituciones públicas. Un rol consistente en proveer proactivamente, con imaginación, pero desde una neutralidad absoluta entre planes personales de vida y desarrollo, a la existencia de las condiciones formales y elementos sustanciales que nos permitan hablar, por un lado, de una comunicación viable, útil y responsiva por parte del Estado, frente a los intereses, demandas y/o necesidades de las personas y, por otro, de una gestión pública atenta al cambio social y comprometida con una visión liberal, respetuosa de la diversidad y la pluralidad.

En esta línea de ideas, me parece que nos encontramos en un momento decisivo en cuanto a los rumbos que hemos de trazar y seguir como nación para reducir gradual, incremental, horizontalmente y lo antes posible, la desigualdad social que existe en México y que la pandemia y las diversas crisis resultantes de ella, nos pusieron a la vista en modo descarnado y en toda su explícita crudeza. No actuar ante ello sería de una indolencia inexcusable.

Acortar la brecha digital y aprovechar hasta el límite de sus capacidades las nuevas tecnologías existentes y en desarrollo, es una de las medidas ineludibles para tales efectos. Las instituciones del Estado mexicano deben reaccionar estratégica y proyectivamente por esta vía, ante la evidencia de los rezagos prevalecientes en materia de justicia distributiva verdaderamente democrática y que, en realidad, nos afectan a todas y todos al implicar y traducirse en la supresión de voces indispensables para la construcción conjunta de un futuro compartido para considerar al diálogo público como válido, abierto e incluyente y a sus resultados como el reflejo legítimo de nuestra incidencia como personas en el terreno de lo público.