Es evidente que se paga el costo de una política de combate al narcotráfico caracterizada, durante todo un sexenio, por su indolencia y porosidad. La frase de abrazos y no balazos fue suficientemente elocuente para mostrar una actitud permisiva y contemplativa hacia los grupos de la delincuencia organizada por parte del gobierno.
La instrucción presidencial de liberar a Ovidio Guzmán, el hijo del famoso Chapo, una vez que se le había detenido, mostró un papel declinante del gobierno para enfrentar el flagelo del narcotráfico. La tolerancia oficial hacia los grupos delictivos con grandes recursos económicos y amplias posibilidades de corromper y alinear a las autoridades hizo estragos en gobiernos estatales y municipales, al tiempo de lograr penetrar en las instancias federales.
La organización delictiva mutó en instancia de poder. Se hizo sentir y estableció su dominio en buena parte de las comunidades del país, dentro de un proceso de ampliación de sus actividades, en algunos lugares con el huachicol, en otras con el cobro de derechos a ciertas actividades productivas y de piso a comercios y establecimientos.
A la par del fortalecimiento de cárteles de la droga y de organizaciones delictivas, la capacidad del gobierno para combatirlas y someterlas fue desatendida bajo la tesis de que se había de atacar las causas que originaban la incorporación de personas a esos grupos, por considerar que detrás estaba la desigualdad, la pobreza y la marginación y que en tanto mejorara el ingreso de los más pobres y se abatiera los niveles de rezago social el problema habría de resolverse.
Pero el narcotráfico proliferó y cada vez se hizo más evidente su influencia y presencia en diversas regiones y comunidades del país, al grado de imponer sus intereses para la designación de algunos candidatos de elección popular, en el nombramiento de funcionarios de las administraciones locales y en las decisiones para asignar contratos de obras públicas.
Si bien el gobierno actual se define a sí mismo como el que realiza el segundo piso de la transformación que se encuentra en curso desde el sexenio que acaba de terminar, introdujo algunas diferencias con quien lo antecedió en cuanto a la lucha en contra del narcotráfico. Especialmente notorio en el contexto que marcó el arribo de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, y de las declaraciones que realizó respecto de imponer aranceles a México y a Canadá por ser socios que -en su visión- no han cumplido debidamente su compromiso con los intereses norteamericanos en el tema migratorio, del comercio con China y en el rubro del narcotráfico, especialmente en el tráfico de fentanilo que ha causado estragos por su consumo en la propia unión norteamericana.
Desde luego que es criticable que, en el marco de las relaciones entre vecinos, y más todavía en el caso de tener celebrado y vigente un acuerdo comercial, en donde se plantean recursos y mecanismos para plantear y solventar inconformidades, una de las partes opte por adoptar medidas unilaterales que tensan los vínculos y generan hostilidades entre los países, encaminándose a una guerra comercial que, bien se sabe, de llevarse a cabo termina por afectar a quienes participan de ella, sin que sea posible acreditar un claro ganador, pues en mayor o menor medida, todos pierden.
Pero el hecho es que el estilo del nuevo gobierno norteamericano es el de presionar con medidas extremas para lograr que sus intereses y definiciones puedan prevalecer sobre otros países y, en este caso, con sus vecinos. Por su parte, el gobierno de México no parece haberse preparado adecuadamente frente al paradigma que se le presenta, además de arrastrar el saldo negativo que arroja la administración anterior en materia de seguridad, muy a pesar de que gozó de respaldo para que el ejército pudiera participar en la formación, preparación y desempeño de la Guardia Nacional.
Además, el conjunto de las decisiones y reformas que ha planteado el gobierno mexicano en materia constitucional, especialmente en la materia judicial y en la desaparición de los órganos autónomos, muestra una tendencia centralizadora y de debilitamiento del Estado de derecho, que no ayuda en su calificación frente al exterior y que lo muestra proclive al populismo y al autoritarismo.
El modelo de gobernanza mexicana no embona adecuadamente con una dinámica intensa de relaciones con Estados Unidos y Canadá, y de la certidumbre que se requiere para dar estabilidad a las relaciones e inversiones que se plantean para el país.
Por lo pronto se ha pausado la decisión de los Estados Unidos respecto de imponer aranceles del 25% a los productos que importen de México, lo que sin duda es positivo. Sin embargo, subsiste un desacoplamiento claro entre lo que se realiza al interior del país y de lo que se pretende al exterior, al tiempo que se carga con el duro peso que emana de la fallida política de seguridad y de combate a la ilegalidad en el gobierno anterior, lo que arroja un saldo difícil de cubrir.
Ni duda cabe que los grupos delincuenciales se expandieron de manera casi irrefrenable en el país durante la administración anterior y que, ahora, hacer valer el Estado de derecho, garantizar la seguridad y la paz interna resultan tareas de gran complejidad.