Esta semana se cumplen 10 años de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, y su paradero sigue siendo el mayor misterio en la historia reciente de México. Se trata de una tragedia que se prolongará hasta el infinito, pero que el gobierno en turno, sea cual sea su signo político, no puede ni debe cerrar, porque nadie puede pedirle a una madre o a un padre que dejen de buscar a uno de sus hijos.

Lo que queda claro después de una década son los personajes que influyeron en el curso de la investigación de estas desapariciones. Recordemos que la tragedia de Iguala pudo haber tenido consecuencias aún más devastadoras. Las víctimas directas de violaciones de derechos humanos en esa noche y madrugada fueron más de 180, en su mayoría jóvenes y menores de edad: 1) Seis personas fueron ejecutadas extrajudicialmente; 2) más de 40 resultaron heridas, algunas de ellas de suma gravedad; 3) cerca de 80 personas, entre ellas estudiantes de Ayotzinapa, maestros y otras personas que se movilizaron en su apoyo, sufrieron diferentes formas de persecución y atentados contra sus vidas, incluyendo los choferes de los autobuses afectados; 4) 30 personas, en el caso del autobús de Los Avispones, sufrieron ataques contra sus vidas, y 5) 43 normalistas fueron detenidos y desaparecidos forzosamente de dos lugares y autobuses diferentes, uno en el centro de la ciudad y otro en las afueras de Iguala.

La investigación de estos hechos se pudrió desde el origen. En las primeras 48 horas, las decisiones y acciones de las autoridades estuvieron encaminadas a ocultar los hechos. No hablo de los perpetradores de las desapariciones, sino de las autoridades cuya actuación definió el rumbo de las investigaciones. Todos actuaron de acuerdo a sus intereses, no de acuerdo a la ley.

El primero de estos personajes es José Luis Abarca, presidente municipal de Iguala, embriagado de poder y ambición, pudo evitar que sus policías entregaran a los normalistas a los delincuentes. El segundo, Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero, a quien le correspondía, y tuvo la oportunidad de localizar a los normalistas cuando aún existían elementos físicos para encontrarlos.

Después de días de abandono, cuando la papa caliente cayó en sus manos, Enrique Peña Nieto y su procurador se dedicaron a construir una “verdad” cuando lo que correspondía era simplemente investigar. Con la intervención del gobierno federal, todo se cubrió de dudas y simulación. El gobierno se convirtió en adversario de los familiares de los normalistas.

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Andrés Manuel López Obrador, más que buscar a los desaparecidos, encaminó sus esfuerzos en castigar a los encubridores, con la esperanza de que ellos conocieran el paradero de los 43 normalistas, con los resultados que hoy conocemos y vemos en las calles.

Desde ahora lo digo: ni el gobierno de Claudia Sheinbaum, ni el gobierno que le seguirá podrán localizar a los 43 normalistas, no por falta de voluntad, sino por la imposibilidad material de hacerlo. Incluso si nuevos testimonios y pistas salieran a la luz, no podrían ser concluyentes, porque la duda y la suspicacia pondrían en tela de juicio cualquier conclusión.

¿Qué debe hacer entonces la nueva administración? Claudia Sheinbaum no puede comprometerse a encontrar a los 43 normalistas, pero sí a buscarlos con todos los recursos del Estado. Principalmente, se trata de escuchar a los padres y responder con respeto y honestidad a sus inquietudes.

Si Sheinbaum muestra sensibilidad, prudencia y paciencia, los familiares podrían encontrar en algún momento la paz, aunque nunca logren la resignación y, mucho menos, el olvido. Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.