Tal vez sea el sesgo del morado, pero anoche, mientras Andrés Manuel López Obrador daba el último grito de Independencia como presidente, una mujer fuerte, risueña y alegre le acompañaba vistiendo lentejuelas en el púrpura típico del feminismo.

Bailó, sonrió y abrazó a su marido, apoyándole honrada de ser historia viva. No puedo negar que me inunda una profunda emoción. Me conmueve el final del presidente más querido de la historia al tiempo que me duele profundamente el cierre que deja en incertidumbre a litigantes y juzgadores del Poder Judicial. Lo miro tan convencido y seguro de que ha hecho lo mejor, que no me atrevería a negarle su mayor logro: pasar a la historia con el nombre remarcado que cambia una era de país.

El presidente de los pobres y de los pueblos, el que no llegó por acuerdo cupular y que logró sobreponerse a quienes hicieron del país una empresa hacia la que había enrolamiento especial. El mismo que le terminó prematuramente los sueños a tres generaciones de jóvenes que se hicieron abogados y estudiaron para lograr incorporarse a una institución demandante.

Quisiera hacer un balance amplio que pudiera valorar lo bueno, que es mucho. Pero me abruma lo malo, que es duro y que, sin terminar con kilómetros de selva con sus especies salvajes, me puede romper bastante.

Hubiera sido suficiente con sacar a la Corte actual, pero la plancha del Zócalo recitó con fuerza que “Es un honor estar con Obrador”. Los ojos del presidente se llenaban de agua al grito “sí se pudo”. Para todos sigue siendo increíble.

Las columnas más leídas de hoy

Si López Obrador hubiera querido reelegirse, lo habría logrado. Pero ni su corazón ni la sensatez que le queda se lo hubiera permitido. Mientras tanto, le lloro al presidente que nos duele, que nos inspiró y, a ratos, nos traicionó. Que es imperfecto y que es pueblo, que es real y en el fondo, quiso ser honesto. Ninguna crítica, por más instrumentada u objetiva, podrá eliminar el júbilo de los que sintieron por primera vez en su vida, que su voto contó.

Sin embargo, para mí y para muchas mujeres cuenta con un valor adicional el aprecio de las esposas de presidentes o políticos para medir su calidad humana.

Recordemos que la Angélica Rivera “La Gaviota” se despidió despreciando a su entonces marido. Con la mirada y los actos, se alejaba cada día más.

En un país en el que las ex esposas enfrentan largos litigios para lograr pensión alimenticia de personajes como Góngora Pimentel, ex ministro de la Corte, Enrique Peña Nieto, con un menor nunca reconocido o cualquier político promedio, una esposa que ama, admira y apoya a su pareja brinda una lección acerca de la estatura moral.

Si es que Beatriz Gutiérrez Müller continúa enamorada, apoyando a nuestro presidente y sonriente al mirarle, una calidad moral en López Obrador puede anticiparse.

Y ahí, entre las luces, la música y los gritos de un México que se despedía de su líder más querido, Beatriz Gutiérrez Müller se erigía como una testigo silenciosa de la historia. Un feminismo que es silencioso mientras escandaliza con sus símbolos de poder y autonomía. Una mujer que, más allá del amor que profesaba, representaba una lección difícil de ignorar en un país donde las historias de poder y traición tantas veces han sido inseparables. La suya ha sido una historia de amor puro.

Su sonrisa, ese reflejo púrpura que fundía el feminismo con la historia reciente, hablaba de algo más que de apoyo marital; nos recordaba que, en el fondo, el liderazgo no se mide solo por las leyes promulgadas o los discursos pronunciados, sino por el respeto y el amor que quienes conocen al líder más allá del escenario le profesan. Si es que quien nos conoce en la alcoba y la autenticidad nos sigue amando, es que no hay malicia en nuestro actuar.

Quizá, en ese detalle minúsculo, en ese abrazo bajo los fuegos artificiales, se esconde una verdad incómoda: a veces, el mayor legado de un hombre no está en las reformas que impulsa ni en las promesas que cumple o traiciona, sino en la mirada de quienes, a su lado, aún creen en él.

Y mientras el eco de la multitud seguía gritando “Es un honor estar con Obrador”, yo no podía dejar de pensar que, en el fondo, también lo era para ella.