Cuando un Estado (y más tratándose de las principales potencias del mundo) pretende obtener una posición estratégica, típicamente prefigura una serie de pasos que permitan consolidar en el imaginario colectivo de propios y extraños, una ruta lógica que va de menos a más, demostrando lo que está dispuesto a hacer y a arriesgar por obtener la ventaja estratégica en juego.
Una y otra vez, de Talleyrand a Kissinger, los profesionales de la diplomacia de las potencias juegan el sutil juego de mensajes aparentemente forzados contra resultados previstos por sus naciones. Esto es, cuando Napoleón decidió crear la Confederación del Rhin, por ejemplo, lo que su afamado ministro de exteriores hizo fue advertir al imperio austriaco y al reino de Prusia, que lo que el conjunto de repúblicas y principados electores pretendía, era anexionarse al naciente imperio francés, logrando un efecto intermedio que permitió que los estados alemanes no dependientes de Austria o Prusia, constituyeran una nueva entidad bajo la sombra de Francia, pero no sometida plenamente al estado imperial napoleónico. Talleyrand advirtió al rey de Prusia y al emperador de Austria que tenía ya el consenso de los príncipes electores para adherirse a Francia, pero cediendo ante estos, aparentemente se llegó a un punto intermedio que trajo por consecuencia un Estado independiente de las potencias germánicas dominado por Napoleón, pero sin romper su vinculación germánica. Lo anterior grafica que la diplomacia clásica anuncia lo más para alcanzar lo deseado o lo posible, esto también ha permitido a las potencias occidentales, desde el siglo XIX, un juego de tensión y distensión que permite a todos los actores justificar lo inminente frente a sus propios seguidores y “salvar cara” con resultados en apariencia modulados por la gestión de los jefes de Estado involucrados evitando así que unos pierdan o ganen plenamente y no quede sino el escenario terminal de todo o nada.
Sin embargo, a pesar de 200 años de práctica diplomática continuada, lo que hoy está ocurriendo entre las potencias nucleares es un juego sin equilibrios ni consensos que impedirá que los jefes de Estado involucrados puedan vender un resultado previamente entendido por todos como un triunfo de la negociación diplomática. Rompiendo (extrañamente) las normas del status quo, la administración Biden autorizó a Zelensky utilizar misiles balísticos para atacar objetivos profundamente en territorio ruso, hecho diplomático que hubiera sido una señal para fortalecer al jefe ucraniano si éste no hubiera ejercido el señalado permiso en forma inmediata pues, al lanzar los misiles norteamericanos contra territorio ruso, no dejó espacio al presidente Putin para gestionar alguna suerte de modulación que le permitiera salvar cara, cediendo en algún aspecto, para evitar el autorizado lanzamiento.
Al lanzar los misiles, Biden escaló la crisis sin que la advertencia diplomática o, mejor dicho emblemática, pudiera tener algún efecto de distensión; por el contrario, quitó a Putin toda posibilidad de abrir negociaciones utilizando este elemento como medio de presión hacia el interior del liderazgo ruso donde desde luego, el núcleo duro del ejército rojo que desea el escalamiento, aprovechó la oportunidad para pasar a la segunda fase del conflicto militar, ahora no en el marco de la eufemística operación militar especial en Ucrania sino evidentemente, como un conflicto internacional entre Rusia y Estados Unidos y sus adláteres de la OTAN.
Putin hizo lo que no quería hacer y que era, demostrar las capacidades estratégicas de sus misiles hipersónicos que no pueden ser detenidos por los sistemas de defensa occidentales como el Patriot y que simplemente no alcanzan a reaccionar frente a la enorme velocidad del arma balística rusa. Lo complejo del caso es que Biden pretendió dar un elemento disuasorio para la negociación a su “protegido” Zelensky pero, lo que en realidad hizo fue llevarlo a un punto sin retorno en el que Ucrania sólo puede perder. Esto principalmente porque Putin ya no puede sostener el discurso de la famosa operación especial contra los nazis ucranianos porque la intervención de armas estratégicas occidentales activa la conciencia colectiva del pueblo ruso (sostenida los últimos 200 años) de que las falanges occidentales, ya sean napoleónicas, hitlerianas o de la OTAN, pretenden destruir el alma de la “madre Rusia”.
La nueva etapa, la de la diplomacia de los misiles, terminará mal, pues Europa está obligada a incrementar el apoyo a Ucrania ante la inminente llegada de Donald Trump, gastando cuando menos 200 mil millones de usd superviniente de la capacidad táctica de Rusia para lanzar misiles incontenibles contra cualquier blanco en Europa o América sin que, fuera de la respuesta nuclear, haya con qué contrapesar este jaque militar, más en armamento y equipo para sustentar la bravuconada de los misiles lanzados contra Rusia, misma que ya quedó relegada a un lamentable gesto.
En resumen, llevaron a Putin a jugar la carta de su arma más eficaz, llevaron a Europa a gastar lo que no quería en la guerra ucraniana, mientras que, al arribo de Trump, Estados Unidos observará a prudente distancia esta colisión en la que todo indica que Ucrania lo perderá todo, Europa su último aliento estratégico, y Rusia (a querer y sin ganas), protagonizará un nuevo momento a la Stalin.