No nada más es la alta tasa de inflación, ni el poco o nulo crecimiento económico, la creciente tasa de desempleo o las miles de empresas que han tenido que cerrar en estos últimos dos años; uno siente verdaderamente la crisis cuando las personas en su desesperación por tener que comer, comienzan a tratar de sacar dinero de donde sea: unos robando, otros vendiendo hasta su dignidad.
En un país plural y democrático todos tienen derecho a una opinión, y no existe una verdad absoluta, menos aún a la hora de dar sus razones para apoyar o criticar a uno u otro partido o gobierno; pero el cambiar radicalmente su postura, aplaudir lo que antes se condenaba, y tratar de tomarle el pelo a la gente con tal de congraciarse con alguien, es algo no solo patético, sino también cuestionable y falso.
Así hay dos personas que ejemplifican perfectamente lo difícil que es vivir en un México real, que por pandemia o no, esta siendo azotado fuertemente por una crisis económica que limita las oportunidades de todos.
El primero es el comunicador Callo de Hacha, quien hasta hace unos meses y antes de perder su programa, era prácticamente el “wingman” del calderonista Tumbaburros, y no desaprovechaba minuto alguno al aire para despotricar y hacer burla de las decisiones del actual gobierno. Incluso, en algún momento llegó a llamar a su amigo Antonio Attolini a la reflexión, a no dejarse llevar por la actual situación y a entender que todo gobierno termina su ciclo tarde que temprano, rogándole que recapacitara y cambiara su actitud de defensa hacia la 4T.
Hoy, que solo tiene una cuenta de Twitter que ofrecer, Callo se la pasa día si y otro también emulando a su amigo coahuilense, tratando de vender la dignidad que aún le quedaba con tal de ganarse la confianza y quizá también alguna atención, por parte de algún destacado miembro de Morena que pudiera ayudarlo a salir de su actual crisis.
El otro es el padre Alejandro Solalinde, que no solo ha cambiado su postura sobre la atención y derechos de los migrantes, sino que ahora ha osado con utilizar su culto para comparar desproporcionadamente al presidente con una Santidad, arrastrando su sotana para limpiar los escupitajos que van dejando sus palabras al caer al piso.
En ambos casos, no se critica sus afinidades, opiniones o creencias, sino más bien se señala la falta de congruencia y lo volátil que han sido sus dichos en el pasado, que ahora, ajustados a una nueva realidad, cambian radicalmente para tratar de complacer a quienes hoy están en el poder.
Es un ejemplo más de la grave crisis económica que azota a nuestro país, donde trabajadores, religiosos y comunicadores, hacen de todo con tal de conseguir como comer; aunque a veces para ello, pierdan no solo la credibilidad, sino también lo que les quedaba de dignidad. Vaya favor que le hacen a sus nuevos santos adorados.