“Conocemos en la medida en la que amamos”.
San Agustín
El ahuehuete es un árbol ancestral, sus raíces viajan hasta las entrañas de la tierra para herirla y extraer toda el agua posible. El viaje al Santuario del Señor de Chalma comienza en un ahuehuete, entre la música (porque bailar es orar tres veces) y las coronas de flores en las cabezas o en los arreglos florales de los autos, entre las albercas naturales que en una escalera gigantesca llegan hasta la pequeña capilla y donde la gente se refresca, se percibe un camino de peregrinación. Peregrinar no es un mero turismo religioso, quien va a Chalma va a pedir un milagro al Señor de Chalma (un Cristo encontrado en una antigua cueva donde se adoraba una deidad indígena) y los milagros en América Latina siempre se pagan con incomodidad. En este hermoso subcontinente nos está vedada la gratuidad, hasta en el amor divino.
El recorrido es largo, desde el ahuehuete hasta el enorme templo, enclavado en un valle caótico. A diferencia de lo que se podría pensar, el Santuario no se encuentra en la punta de una montaña, al contrario, hay que bajar y bajar, de manera laberíntica, de un lado el camino y del otro el comercio que ha crecido y sigue creciendo cada día. Surgen puestos y puestos que venden dulces tradicionales, rosarios o imágenes de Cristos sufrientes. También se encuentra la debilidad local: cervezas con picante líquido en grandes vasos, rebozados con caramelos (micheladas) y cuanta ocurrencia gastronómica se encuentre de moda: Orar mientras se camina da mucha sed. Las multitudes no cesan. No paran. Rostro tras rostro desfilan mostrando el motivo de su visita: heridas, tristezas, problemas económicos, lesiones graves, parálisis, vejez, incertidumbre.
Al ingresar al templo el ritmo es lento. Gruesas lanzas escoltan la entrada, son para dejar las coronas de flores (en una renuncia a la efímera realeza de la naturaleza), una fila infinita indica que es el camino apropiado para acercarse al Santo Señor de Chalma. Unas pequeñas escaleras para verlo más de cerca, la gente va murmurando su plegaria, las veladoras se frotan contra el vidrio (¿será plástico resistente?) y los ojos se llenan de lágrimas. Es un Dios que es un hombre que es una estatua de madera, sujeto a un madero con mirada extática. Le rezan, le piden, le exigen. Inmóvil frente al reflejo del vidrio que lo custodia en donde se observan mujeres, hombres, niños, niñas, seres venidos de todo el país con el propósito de extraer un porcentaje del milagro que les corresponde por el sacrificio de viajar tan lejos, de cansarse tanto, de dejar sus tierras unos días, de andar en bicicleta por jornadas extenuantes. El milagro consiste en que la voluntad personal coincida con la voluntad divina. En caso de que no pase se culpará al peregrino en cuestión por no tener suficiente fe o porque así estaba destinado a ser. De cualquier forma la deidad saldrá invicta. Seguirá ahí. Fija. Esperando nuevas peticiones.
Avanzando en el pasillo, uno se cruza con la Edad Media, un fraile agustino de hábito negro arroja agua bendita desde una cubeta sin mirar a quién le arroja la líquida bendición: el piso está lleno de agua, unos novicios venden libros más adelante mientras unas mujeres preparan las jergas para secar el suelo, que de tanta agua ya es casi tierra santa. El convento de los agustinos es impresionante por su extraña arquitectura de feudo y en cada rincón se encuentra una reflexión de san Agustín, pero no de su época de joven galante y exitoso casanova del Imperio Romano, sino de su etapa más santa, postconversión, cuando ya había escrito obras cumbres del cristianismo, cuando se decidió quedar en Hipona ante la invasión de los bárbaros (algo así como el capitán que se queda al ver la nave hundirse).
Chalma es una ciudad desordenada, sucia, llena de comercio, sin embargo, su atmósfera tiene algo distinto. La gente nunca es la misma. El calor es diferente. El agua huele a otra cosa. La vida gira alrededor del Santuario y el Santuario es protegido por su peculiar geografía. No sé si Chalma exista o si es verdad que, otrora, cuando permitían que se colgara un pedacito del cordón umbilical en las ramas del ahuehuete el infante dueño del pedazo de piel nunca tenía miedo o si el Señor de Chalma es milagroso o si lograron embotellar la fe y venderla. Ignoro eso pero es innegable que es algo distinto, sentirse peregrino en medio de la multitud y saber que, quizá, al final del viaje, la misma deidad nos ha convocado en ese punto olvidado del mundo.
Fernando Irineo en Twitter: @Teotihuachango