El proselitismo de quienes se han mencionado con posibilidades para alcanzar la candidatura presidencial por parte del partido en el gobierno transita por cauces extraños, llenos de paradojas. Quienes aspiran a la nominación no pueden ser identificados como precandidatos, ni siquiera como aspirantes; tampoco pueden pedir el voto, ni pronunciarse sobre propuestas específicas para ganar simpatías.
Quien gane a través de los mecanismos de la postulación -que no se puede identificar como proceso para definir la candidatura de Morena-, tendrá una denominación extraña al frente de un Comité. Todo parece un mundo bizarro, más bien identificado con la creación propia de las historietas que hablaban de “patolandia” en los comics del pato Donald, de “Ciudad Gótica” en Batman, de “Metrópolis” para Superman o de San Garabato en el cuento de los Agachados.
Se construye para las corcholatas un mundo alterno, que sólo existe para ellas, aunque se desempeña y tiene lugar en la realidad; se inocula en ella para tratar de dominar y construir un camino imbatible para retener el poder político; no para competir por él, sino para mantenerlo en propiedad. Una suerte de tramo sinuoso en una carretera privada, inescrutable.
Así, las corcholatas no pueden tener causas propias; las reglas definidas por su instituto político les prohíbe confrontaciones o debates entre ellas, así como la asistencia a programas o estaciones de radio que son contrarias o de crítica hacia el gobierno. Encapsuladas en su burbuja, las corcholatas desarrollan su propia agenda, gastan dinero, reciben una aportación de su partido y buscan impactar para nutrir la expectativa de triunfo de su instituto político rumbo a las elecciones presidenciales de 2024.
El galimatías puesto en marcha por el gobierno y su partido en el método de las corcholatas forma parte de un diseño marcado por sus evasivas y no por sus definiciones, pues busca no ser un proceso de postulación – aunque sí lo es –, no incorporar la participación de precandidaturas – aunque sí lo hace –, y no pretender que hay una campaña – aunque sí lo plantee en los hechos –; se trata, entonces, de una gran simulación o de un acto de prestidigitación, más bien propia de un ejercicio de ilusionismo o de magia, en vez de un procedimiento de carácter político, público y transparente. El entramado encuentra su explicación en la construcción de vías de escape para omitir la regulación del INE, estar bajo su observancia y definición de tiempos.
Si bien la política tiene mucho de espectáculo, no puede verse reducida a ese papel; en cuyo caso tiende a atrofiarse deteriorando su aporte como medio para integrar respuestas en el marco de la complejidad y diversidad de las sociedades modernas.
El problema que se tiene es, precisamente, que sea el propio partido en el gobierno y el propio gobierno, quienes detonan un proceso y un ejercicio caracterizado por su escapismo para eludir tiempos, regulaciones y reglamentaciones para ordenar las prácticas que deben llevar a cabo los partidos para postular a sus candidatas (os) a cargos de elección popular.
Se manda un mensaje brutal, pues si el gobierno, como primer obligado en someterse y observar las normas previstas para la renovación de la estructura de la representación política, es el primero en eludirlas, se impone una ruta que lanza un torneo de cómo trastocar la ley, burlarla, anunciando con ello un proceso electivo intrincado para el 2024, marcado por las controversias y con tendencia a ser definido por las argucias.
Dicen que mal empieza la semana para quien ahorcan en lunes; en los hechos, mal empieza el proceso de las elecciones de 2024 cuando los que están en el poder detonan vías aviesas para desahogarlo; lo hacen de forma precipitada y amenazando con llevarlo al precipicio por la premura de cómo lo hacen, por los malos disfraces que emplean para desdibujar la identidad de sus protagonistas, a contrario censo de sus dichos o presunción de encontrarse en una ruta segura de éxito. Al revés, mandan el mensaje de que lo único seguro es que resistirán las reglas que no les agraden, que debilitarán y cooptarán a las autoridades electorales. La clave de su mensaje es que el poder les pertenece y no está en disputa.
A pesar de que las llamadas corcholatas participan de un proceso sin causa, pretenden confiar en el oráculo de las encuestas que su partido practique, y aunque se carezca de la certeza necesaria en las mediciones, deben observar la disciplina que se les ha impuesto con el adagio de la lealtad y con el ejemplo que han puesto respecto del trato implacable a los adversarios. Si se cruza esa línea, la que divide a los que son correligionarios de los que no, entonces la advertencia es clara.
Pero lo peor es que el largo intento por regular eficientemente los procesos electorales y de hacerlo de forma equitativa, alentando la competencia política e integrando la posibilidad de la alternancia, pretende ser descarrilada; se le descontinúa y queda en el limbo todo un esfuerzo institucional para impulsar elecciones competitivas y el sistema plural de partidos. En efecto, obediencia, no competencia. La oposición y la participación social tendrán que romper el cerco.