En nuestra columna anterior analizamos y comentamos los eventos trágicos en Texcatitlán, Estado de México y en Salvatierra, Guanajuato, que ahora se presentan en Villahermosa, Tabasco, sucesos criminales de alto impacto y costo social al cierre de año, y sobre lo que hemos considerado desde hace cinco años, como el gran pendiente en esta materia que es la reforma a fondo del sistema de inteligencia de Estado, para que sea ella la que comande la lucha contra el crimen transnacional y determine todos los operativos de ese combate, pero no sola, sino articulada con la reforma al poder judicial, la profundización de los programas sociales, los cambios constitucionales para fortalecer y hacer irreversible y más efectiva la lucha contra la corrupción, con nuevas incorporaciones tecnológicas, para que todo resulte en un nuevo paradigma para la recuperación de la seguridad de los ciudadanos, la nación y las instituciones del Estado.
Es decir, una nueva articulación de políticas públicas que ofrezcan un resultado distinto para la ciudadanía en materia de su seguridad, base del nuevo paradigma analizado y construido al principio del sexenio del presidente AMLO -en el que tuve la oportunidad privilegiada de participar- y que fue perdiendo fuerza como conjunto integrado, no aisladamente, porque de todas aquellas políticas, la única que se ha fortalecido es la política de bienestar como eje transversal de la política social que debe incluir a la política criminal.
La reforma del poder judicial se ha trabado y pospuesto (salvo algunos pequeños avances), lo que ha debilitado la política criminal como tal (que sigue concibiéndose fundamentalmente como justicia penal, que lo es, pero no totalmente), y la lucha contra la corrupción, y cuyo resultado final es un avance insuficiente en seguridad. Han vuelto las masacres. Lo afirmamos tajantemente porque en tres eventos criminales de fin de año, Texcatitlán, Salvatierra y Villahermosa (y otros municipios), suman más de una decena y otros tantos heridos, destrucción material, zozobra social y temor, que es la función que tienen los asesinatos, y lo que en el análisis especializado se denomina la “insurgencia criminal”, la violencia desbordada que tales eventos han traído consigo. No se puede permitir.
Enviar a las 24 horas o 48 horas a las fuerzas federales al territorio socialmente erosionado para que contengan a las organizaciones criminales y enmienden lo que estas políticas como conjunto integrado fallido no ha podido lograr, colocan en manos de los cuerpos armados públicos algo que los rebasa, claro, es lo mínimo posible desde un punto de vista reactivo, pero lo cual vuelve a resultar notoriamente insuficiente. Los gobernantes de tales estados de la república, principalmente por estos últimos eventos., la Dra. Claudia Sheinbaum en proceso de construcción del “segundo piso” de la 4T-4R, tienen que escuchar otras voces que complementen lo que sus funcionarios les dicen. Y si los contradicen pues analizar la contradicción.
Cuando los modelos de inteligencia, policiales o militares, judiciales y de seguridad actúan en forma reactiva están destinados al fracaso. La criminalidad organizada crece a su alrededor como un inmenso tumor maligno. La filosofía de la prevención es una piedra angular desde hace décadas totalmente abandonada, en muchos casos, ni siquiera entendida cabalmente. En esta categoría también hizo énfasis el entonces candidato y ahora presidente Lic. López Obrador.
¿Qué les hace pensar a los altos funcionarios públicos que nadie más que sus funcionarios tienen algo relevante qué decir y hacer en esta materia? ¿En dónde están los programas que ellos elaboraron sobre combate al crimen transnacional organizado y reconstrucción de la seguridad ciudadana, que podamos por lo menos conocer y discutir? Los reiterados eventos de violencia extrema disruptiva de la criminalidad trasnacional son fértiles para que se expanda el pesimismo social y cobren fuerza las voces más autoritarias.
De allí que en varios medios escritos, impresos y hablados, hoy se ha expandido la idea de que requerimos calcar el “modelo del Presidente Nayib Bukele” que muestra ciertamente éxitos tangibles: en un año no han tenido un solo homicidio, se mantiene el Estado de excepción con apoyo del Congreso y de la ciudadanía, y hay unos 50,000 miembros de “La Mara” en prisión y sujetos a condiciones carcelarias muy severas, restrictivas, miembros de las tres fracciones existentes, lo que le da una aceptación de su gestión de más del 80%, todo lo cual ha puesto las condiciones suficientes para la reelección del propio Nayib Bukele. Se ha construido en El Salvador la prisión más grande de Centroamérica.
Esto es sin duda muy atractivo para ciudadanos inmensamente agraviados por la acción criminal intensa desde hace por lo menos dos décadas (aunque la presencia se remonta a tiempo atrás). Y un gobernante puede presumir tales resultados frente a otros que tienen que lamentar una y otra vez eventos criminales desastrosos. El contraste es muy agudo. Porque el éxito está en un lado y el fracaso en el otro. Es muy difícil defender una política que lamenta muchas muertes ciudadanas.
En una columna anterior de dos partes en este mismo espacio periodístico analicé el “modelo Bukele” y lo conceptualicé como “terrorismo de Estado legal y legítimo” con resultados –como dije antes- muy atractivos para ciudadanos desesperados por la violencia criminal. Por la impunidad. El concepto puede parecer aberrantemente contradictorio. Veremos por qué no lo es. Porque, desde una perspectiva más amplia de la Ciencia Política y la Sociología Política debemos ser muy cuidadosos de festinar y glorificar un modelo de excepcionalidad constitucional.
Presenté en la columna antes citada, la experiencia de las políticas de combate a la Mafia Siciliana desatadas por el duce Benito Mussolini durante la segunda y tercera década del siglo XX, dentro de su concepción de Estado Corporativo Totalitario de tipo fascista, de supresión de la vigencia del orden constitucional y las similitudes (no comparo a los gobernantes, de ninguna manera) que dicho modelo de combate a la criminalidad tiene, con el ejecutado actualmente por el presidente Bukele.
Una diferencia fundamental que por objetividad debemos destacar, es que Mussolini usó su modelo de fuerza dictatorial extrema, también, contra la oposición socialista y comunista, y hasta donde sabemos N. Bukele no lo ha usado contra opositores. Ellos colaboran con el “modelo de excepción de combate al crimen”. Así, el modelo salvadoreño no es una innovación, existió ya, y también ofreció éxitos.
Los clásicos de la Ciencia Política arrojaron luz brillantemente sobre este tipo de cuestiones al analizar las formas de gobierno, de régimen político: Maquiavelo, Bodino, Rousseau, Carl Smith, Marx y Engels (ellos hablaron de “dictadura de clase”, Marx analizó el “Despotismo Oriental”), Halévy y Buonarroti, disertaron sobre tres categorías conceptuales sustantivas para ésta reflexión: despotismo, dictadura y tiranía, y el gran historiador de la revolución francesa George Lefebvre que agregó su concepto de “régimen de guerra”, un tipo de gobierno o de régimen político destinado a defender un “gobierno revolucionario” y la “nueva constitución” de sus enemigos, internos y externos. Vale también para defensa del orden constitucional.
Obviamente no podemos analizar, ni siquiera resumir con suficiencia y detalle toda esta formulación y disputa histórica y teórico-conceptual. Pero sí, exponer algunos aspectos clave estrechamente vinculados y útiles para nuestro análisis actual. Por ello la tradición clásica nos legó un concepto que refiere un tipo de gobierno absoluto, exclusivo, unipersonal, moral y jurídicamente reprobable como cualquier “tiranía”, “despotismo” y “dictadura”, usándose los conceptos, casi como sinónimos. Justamente este último concepto de “dictadura” –como consigna Norberto Bobbio-, empezó a usarse contemporáneamente a propósito del fascismo italiano y del nazismo alemán y sucesivamente para distintos regímenes políticos cuya característica central es la destrucción de un orden constitucional por la fuerza (un régimen de excepción es siempre un régimen de fuerza), que al conquistar el poder del Estado continúa siendo ejercido así normalmente y cada vez de forma más extendida atacando los derechos humanos.
Por ello los tipos de gobierno que Elie Halévy (1936) llamó “la era de las tiranías” pasaron a la historia y otros son hoy “dictaduras”. Aunque se usó el concepto desde la era del imperio romano. Y la “excepcionalidad” del poder de un dictador (que tiene facultades para suspender las leyes vigentes) sólo tiene su contrapeso en la “temporalidad” de su ejercicio político absoluto, es decir, en tanto dure su “misión extraordinaria”, y lo justifica “el estado de necesidad” que le otorga legitimidad (un orden legal vulnerado que da origen a otra situación jurídica, por ello, entendida aquél como “hecho normativo”). El dictador ejerce la función ejecutiva más no la legislativa. Que es el caso de Nayib Bukele.
La diferencia entre la “dictadura” y la “tiranía” es que la primera tiene o se genera una base de legitimidad (legal) para poseer facultades o poderes extraordinarios, por lo que siempre suprime cualquier ejercicio colegiado del poder, y concreta así la unidad de mando en el dictador. La “tiranía” es monocrática con poderes también extraordinarios, pero sin legitimidad ni temporalidad. Es el ejercicio absoluto del poder, llano y brutal. Y el “despotismo”, a pesar de ser igual monocrático, tiene poderes excepcionales que ejerce y posee legitimidad, pero no temporalidad.
Así, a la llamada “dictadura desde el ejecutivo” (Maquiavelo, Smith y Rousseau) se contrapone (Bodino) la “perpetuidad del poder soberano”, y a la “temporalidad del poder dictatorial”, del dictador, que se concentran en suspender el orden constitucional, en algunas coyunturas (como sucedió en Francia en el gobierno socialista de Francois Hollande) para defender la propia Constitución de la vulneración perpetrada ya sea, para cambiarla o para restaurarla, se contrapone la “dictadura clásica”, sin limitantes de tiempo o de facultades extraordinarias.
Existe también, un tipo de “dictadura soberana” (Carl Smith) en la cual el dictador tiene y ejerce un “poder soberano”, ella nace también de un “estado de necesidad” para ejercer “poderes excepcionales” (como suspender la Constitución total o parcialmente) para enfrentar una crisis del propio orden constitucional (“crisis del Estado”) con una cierta “temporalidad” para enfrentar una situación excepcional, y para lo cual pasa a desarrollar “un estado de guerra” (G. Lefebvre), civil, contra un ejército extranjero o contra la criminalidad trasnacional.
Se crea entonces una “dictadura soberana”, no es una continuación de la “dictadura clásica”, sino una nueva creación ante una situación que demanda defender el orden constitucional vulnerado, anulado, para lo cual se recurre a la “excepcionalidad” y a la “temporalidad”. Si la “temporalidad” no está clara y precisamente definida, el riesgo es que la “excepcionalidad” se vuelva “normalidad”, que lo provisional se prolongue y concluya en una “dictadura clásica” ese riesgo es muy grande. Ésta última, por tanto, está latente, subyace sigilosamente, en el modelo de “dictadura soberana”, a partir del “estado de guerra” interna que da, a las fuerzas coercitivas del Estado un poder descomunal.
¿Por qué este modelo no es viable para México? Lo abordamos en próxima entrega.