Hace un par de meses, Reino Unido y Francia habían autorizado al presidente ucraniano Volodimir Zelenzky la posibilidad de utilizar misiles balísticos de alcance medio para atacar profundamente instalaciones enemigas en territorio ruso. Sin embargo, los Estados Unidos, durante el proceso electoral, sabedores del rechazo que una medida como esta implicaría entre sus ciudadanos, se había negado consistentemente a otorgar el permiso a Ucrania para usar los misiles atacms para dicho propósito. Paralelamente, y como medida disuasiva, el Kremlin había solicitado a la Duma, parlamento ruso, un cambio en la doctrina nuclear de la poderosa nación euroasiática con respecto al uso de armas nucleares tácticas y de alcance medio, doctrina que estaba basada en el principio disuasorio, de ataque preventivo a otra potencia nuclear, o de ataque defensivo contra bombas atómicas lanzadas o detonadas contra su territorio y/o fuerzas armadas. El cambio consiste en poder utilizar su arsenal nuclear táctico (de uso limitado) y balístico de medio alcance para responder a ataques realizados con tecnología sofisticada que indispensablemente requieran soporte y acción militar por parte de potencias no beligerantes que, a través de un tercero, las despliegue contra el territorio o intereses rusos; esto es, se anticipaba precisamente el supuesto de que fueran utilizados los misiles, cuerpos de ingenieros y apoyo satelital indispensable por parte de las naciones de la OTAN para apoyar a Ucrania.
Cuando en la elección reciente Donald Trump venció holgada y contundentemente al Partido Demócrata y su candidata, el mundo respiró pues la mayoría del pueblo americano apoyaba a un candidato que proclamó por lo alto y por lo bajo que uno de los objetivos principales de su administración sería terminar con la crisis ucraniana en 24 horas. Dada la estructura democrática, la tradición política y el rol geoestratégico de los Estados Unidos, parecía impensable que en el periodo de transición de un presidente muy débil, tanto en salud como en respaldo político, cupiera la excesiva medida de quitarse la máscara y autorizar una acción que sabe impopular por ser altamente riesgosa contra la paz mundial; pero lo impensable pasó y el derrotado Biden permitió al acorralado Zelenzky usar estos equipos altamente sofisticados para romper el status quo de una guerra que pasa de ser latente, a un estado crítico en la que una de las partes, de acuerdo a su doctrina aprobada, identifica a la otra como un enemigo militar activo.
Lo extraño del caso tiene que ver con que la presión de Zelenzky, de haber sido cierta en estricto sentido, se hubiera satisfecho con disparar los misiles franco-británicos contra el pueblo y territorio ruso pero, la realidad política del hecho es que se trataba de involucrar a los norteamericanos en una guerra que repudian, jugando a una suerte de hechos consumados que el establishment de la OTAN pretende imponer cruzando los dedos para que Rusia responda contra la propia OTAN o con un arma nuclear táctica en territorio ucraniano, elevando con esto a una situación irreconciliable a las partes en conflicto y arrastrando contra la voluntad del pueblo norteamericano, al mayor ejército del mundo contra Rusia, dejando sin margen a un entrante Trump que se vería obligado a continuar la guerra de los Biden y Obama, teóricamente sin márgenes para contenerla. En este entramado, hay varias aduanas que pueden descomponer con facilidad esta jugada demócrata de riesgo. La primera es una convulsa reacción contra Biden que coloque a Kamala Harris por unos días en la Casa Blanca, y que esta se lleve las medallas de guerra o las palmas de paz, inyectando así vida a su desahuciada carrera política, ya que no hay más cuadros o dirigentes demócratas que puedan levantar la bandera contra Trump.
La segunda aduana se encuentra en Moscú, donde los halcones de la guerra del Ejército Rojo van a exigir a Putin que aproveche para aniquilar por medios tácticos o estratégicos, nucleares o convencionales, al régimen “títere” de Kiev, emitiendo una respuesta tan contundente, que sirva para disuadir a los beligerantes mediante la presión de sus sociedades que, al percibir la amenaza nuclear como real, retiren el apoyo político a los gobiernos pro Ucrania, o la decisión de una serie de medidas y ofensivas acotadas que no radicalicen las pasiones en tanto Trump llega a la Casa Blanca.
Esta situación es en la Teoría de Juegos, el clásico dilema de la solución extrema vs presión insalvable, en la que dejó de haber escenarios de contención o de ganadores plenos y la perinola caerá en el supuesto que a todos hace empatar de: todos pierden.
Lo que sí se demuestra, más allá del terror de Zelenzky, la fanfarronería de Francia o la belicosidad de Putin, es que en la elección norteamericana se debatió también la paz mundial por parte de una sociedad cansada y de un gobierno que ha llevado al mundo (y sigue haciéndolo), a situaciones de altísimo riesgo.
La moraleja de la historia es, o será, que cuando el enemigo es tramposo, a veces ganando se pierde; y perdiendo se gana pues, sin nada qué perder, el anciano presidente y los beneficiarios de la trama ucraniana, sin ninguna consideración hacia el modelo democrático o la estabilidad mundial, están prendiendo la mecha de una pólvora lista para estallar. En este caso, una pólvora nuclear.