En las calles de Culiacán, la indignación no se ha contenido, y el dolor se ha vuelto un eco que resuena en cada esquina de esta ciudad que una vez fue apacible. La reciente tragedia que involucró el asesinato de los hermanos Alexander y Gael, junto a su padre Antonio, ha desnudado una realidad que ya no podemos ignorar: la crisis de inseguridad que el gobierno federal ha permitido, y quizás, exacerbado.

El domingo pasado, en el sector Los Ángeles, una familia fue atacada a balazos en lo que se presume fue un intento de robo. Antonio de Jesús, junto a sus hijos pequeños, se convirtió en víctima de una violencia que no distingue entre culpables e inocentes. Alexander, de tan solo 9 años, y Gael, de 12, perdieron la vida junto a su padre, mientras su hermano mayor, Luis Adolfo, lucha por su vida en un hospital. Este acto de barbarie no es solo un caso aislado, sino un síntoma de una enfermedad que se ha extendido por todo el tejido social de Sinaloa, y por extensión, de todo México.

La respuesta del gobierno federal ha sido, en el mejor de los casos, tibia. Cuando ciudadanos marchan con la consigna “¡Con los niños no!”, no solo están pidiendo justicia por estos tres inocentes, sino que claman por la paz y seguridad que les han sido arrebatadas. El Palacio de Gobierno de Culiacán fue tomado por los manifestantes con un grito desgarrador y el color blanco de sus ropas simbolizando la pureza que se perdió en la sangre derramada. ¿Dónde estaba el Estado en esos momentos? ¿Dónde están las políticas públicas que deberían proteger a nuestra juventud, nuestros niños?

Es inaceptable que en pleno siglo XXI, nuestros hijos tengan que temer por sus vidas en las calles de su propio país. La impunidad reina y la justicia parece un concepto abstracto, ajeno a la realidad de los sinaloenses. Las palabras de condolencia y promesas de acción se han convertido en un eco vacío, repetido después de cada tragedia sin que veamos cambios tangibles. Las autoridades han fallado en su deber primordial de garantizar la seguridad y la paz, dejando a la sociedad civil en un estado de vulnerabilidad que roza lo inhumano.

La administración federal necesita hacer una introspección seria sobre sus estrategias de seguridad. No basta con aumentar el número de policías o soldados en las calles; es necesario un cambio de paradigma. La corrupción, la falta de coordinación entre las fuerzas de seguridad y la ausencia de una política integral de prevención del delito han sido los ingredientes perfectos para fomentar este clima de violencia. Los sinaloenses, como muchos otros mexicanos, merecen vivir sin miedo, educar a sus hijos sin la sombra de la muerte acechando en cada esquina.

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La sociedad sinaloense, cansada de promesas incumplidas, ha comenzado a tomar las riendas de su destino. La marcha y la toma del Palacio de Gobierno son claros indicadores de un pueblo que no se resigna al miedo. Es hora de que el gobierno federal escuche, no solo con los oídos, sino con el corazón y la razón. Debe actuar no solo con la urgencia que este caso requiere, sino con la visión a largo plazo que nuestra nación necesita para sanar.

Culiacán llora hoy, pero su lamento es un llamado a la acción. Un recordatorio de que si el gobierno no hace su parte, la sociedad se verá forzada a buscar justicia por sus propios medios. La memoria de Alexander, Gael y Antonio debe ser el faro que guíe a nuestras autoridades hacia un cambio real, uno que no sólo castigue a los culpables, sino que prevenga que más familias sufran esta agonía. Porque en un país que se precie de ser civilizado, “con los niños no” debería ser una premisa inquebrantable, no una consigna de protesta.