Días pasados un diario de circulación nacional señaló que obtuvo un dato vía transparencia. Aparentemente, la Sedena desactivó, de agosto de 2021 a julio de 2023, 2 mil 241 “artefactos explosivos confeccionados de forma rudimentaria, que fueron colocados en caminos de terracería y zonas urbanas en 17 estados”. Minas letales, pues. El que más, Michoacán con 881. Chihuahua en segundo lugar con 331.
La obsesión de los mexicanos por ver la realidad y la historia en periodos de 6 años nos impide a veces ver las cosas de forma más objetiva y, paradójicamente, más sencilla para el análisis. Decir que el “narco terror” empezó en 2006 es reduccionista, pero definitivamente podemos ver un antes y un después del fenómeno a partir de la administración de Felipe Calderón. Eso no quiere decir ni que “todo sea culpa de Calderón” ni que el gobierno actual no tenga responsabilidad alguna en atender el problema; esas estupideces son, precisamente, miopía sexenal.
Pero lo que sí hizo Calderón fue enfrentar al narcotráfico desde una perspectiva casi enteramente policial (los programas de Limpiemos México y Escuela Segura fueron casi inexistentes a partir del tercer año), y asumir que estaba peleando una guerra convencional. Además, una tesis incómoda, vetada de todos lados por políticamente incorrecta, ha sugerido que desmantelar a las policías municipales por corruptas solo quitó un filtro natural de autocomposición de intereses criminales y los llevó a la violencia como primera instancia. Por más indignante que sea, valdría la pena investigar más al respecto, al menos para entender qué pasó. EPN continuó la estrategia de Calderón porque la inercia era tan fuerte que no había posibilidad alguna de cambiarla, so pena de que las cosas resultaran aún peores (desgraciadamente la administración actual lo comprobó, de primera mano, los primeros años).
Existe el riesgo de que estos 3 sexenios, cuando se analicen como historia y no como noticias, sean un paréntesis donde la “colombianización” de México será la única verdadera herencia, y normalmente estas épocas van seguidas, en economías grandes con vecinos poderosos, de una intervención radical que acaba convirtiendo, varias regiones, en zona de guerra, que hasta hoy (pese a lo que se diga) no tenemos. Quienes ven al ejército como un aliado incondicional de una persona y no de un cargo (quien sea) están subestimando varias cosas:
Primero, que el Ejército Mexicano es peculiar, y es una clase política en sí mismo, con reglas propias de movilidad, premios, castigos y límites; unos escritos, y otros implícitos. Pese a que la disciplina es ejemplar en las filas, no es una institución de un solo hombre, y por eso han desarrollado prácticas estamentarias, desde la proposición de ternas al presidente entrante –dicen- hasta límites que no se cruzan entre generales ni entre los oficiales y la tropa.
En segundo lugar, a las Fuerzas Armadas no les gusta que las sobre expongan y menos por causa de tareas que nada tienen que ver con la seguridad nacional y que inherentemente son moneda de cambio de la prensa y los políticos para sembrar sospecha y generar escándalo. Nunca en la historia reciente se había cuestionado de forma tan insistente y continua a las Fuerzas Armadas por motivos que nada tienen que ver con la seguridad (como licitaciones, evolución patrimonial de oficiales, etcétera).
El Ejército Mexicano se mantuvo alejado del reflector político durante décadas, por convicción, no por falta de fuerza. Y en esa cultura están formados los oficiales que están hoy en la primera y segunda línea de mando. El Ejército Mexicano no es un ejército centroamericano o sudamericano, presto a hacer arreglos genocidas con el mandamás del momento, ni a asumir el control social de la población civil ante cualquier crisis poselectoral. Simplemente no es así, por historia, por memoria, por lo que se quiera. Y qué bueno.
Por último, cuando el crimen organizado se pone a “jugar a la guerra”, usando armamento militar, minas, drones y demás, se está poniendo un blanco en la espalda: Estados Unidos está cada vez más cerca de convertir a los cárteles en terroristas. Eso conllevaría consecuencias que los criminales mexicanos ni imaginan ni están habituados a concebir en su agenda de riesgos. Ya no son objetivos capturables por la DEA e Interpol, sino asesinables por contratistas privados con armamento militar, o por la fuerza aérea de EU. Es otra cosa. Lo malo, como siempre, son los daños colaterales de las operaciones encubiertas; en lenguaje de derechos humanos se llaman víctimas inocentes, y suele haber muchas.