Las tensiones propias de la intensa competencia por el poder, ya sea para retenerlo o acceder a él, para aumentarlo o conseguir influencia, dominio y hasta la posible hegemonía de proyectos de nación, han presionado de nueva cuenta a las instituciones y procedimientos electorales, ahora de cara a las elecciones generales de junio de 2024.
Lo anterior significa que, desde las reformas electorales de 2007 y 2014, las reglas de la competencia establecieron que habría un periodo de precampañas en los meses de noviembre y diciembre previos al año de los comicios constitucionales.
La idea fue asegurar la equidad en la contienda desde el disparo de salida y, por lo tanto, evitar que, como había ocurrido en 2000 o 2006, los aspirantes sacaran temprana ventaja y se posicionarán para alcanzar la candidatura y el triunfo.
El esquema supuso, y aún supone, que cada partido defina de manera autónoma, conforme con sus estatutos, el procedimiento para seleccionar sus candidaturas.
Hasta 2018, la lógica consistió en seleccionarlas poniendo a competir precandidaturas, pero no a aspirantes para convertirles en precandidatos.
Esto es, conforme a las normas, construidas por el INE y el TEPJF para preservar frágilmente la constitucionalidad y la integridad electoral en el contexto de la liza adelantada al interior y entre partidos, que tenemos a la vista en 2023.
El acuerdo del INE del 26 de julio y la sentencia del TEPJF que lo modificó días después, en rigor reglamenta el segmento procedimental de la competencia previo a la precandidatura.
Así pues, lo que hemos estado presenciando y se resolverá en días próximos es una competencia entre aspirantes a la precandidatura al interior de dos formaciones partidarias: el Frente Amplio por México, y Morena y aliados.
Dado que Movimiento Ciudadano se reservó su potestad de participar en estos procesos, habrá de iniciar el propio en busca de que sus aspirantes alcancen la deseada precandidatura. Esa decisión ya le pasa factura.
Desde luego, la disrupción partidaria en relación con las reglas pre existentes no es ajena a su relativa debilidad o fortaleza pues el impacto lopezobradorista y morenista en 2018 y sus operaciones ulteriores descuadraron el sistema de partidos y debilitaron sus andamiajes.
De ello dan muestra su corrimiento a la derecha, divisiones internas, la reducción de militantes y la pérdida de influencias.
Es así que, con todas las criticas que se han enderezado en contra del inédito ejercicio de reglamentación de la etapa previa a la precandidatura, en el fondo presenciamos una suerte de “magia institucional a la mexicana”, que ha llevado a ponerle reglas, necesariamente provisionales, al tránsito de aspirantes a precandidaturas.
Se podrá preguntar qué caso tiene que los actores electorales hagan precampaña con una sola precandidatura entre noviembre y diciembre de este año preparando el paso de precandidatura a candidatura que habrá de ser finalmente registrada entre enero y febrero de 2024.
Es una pregunta válida y seguramente la subsecuente reforma electoral la tomará en cuenta, lo mismo que deberá evaluar esta forzada reglamentación de la competencia entre aspirantes.
Lo dicho hasta aquí provoca varias interrogantes, pensamientos y previsiones.
Por ejemplo: ¿se habrá logrado preservar un mínimo de equidad para la contienda al momento de llegar al periodo de las precandidaturas? ¿El esquema para las y los aspirantes presidenciales se va a repetir para todo tipo de aspirantes a precandidaturas? ¿Los hechos irregulares o ilícitos ocurridos o por ocurrir en este período inédito de competencia entre aspirantes puede alimentar posibles nulidades de precandidaturas, candidaturas o elecciones constitucionales después? ¿Ha llegado el tiempo de emprender, después de 2024, la regulación de las internas partidarias, o bien, por el contrario, la desregulación del proceso electoral?