A partir de la idea consistente en consolidar la supremacía constitucional, se ha presentado una propuesta de reforma a la carta magna de nuestro país que termina por postular lo contrario: una servidumbre constitucional a los designios de la mayoría política constituida; ello, a través de una resolución electoral más que controvertida para sobredimensionar su presencia en el Congreso.

Con esa medida se pretende que la Constitución tenga dueño, que esté al servicio y punto de vista de la fuerza política mayoritaria y, de no ser así, practicarle las modificaciones necesarias para ajustarla a los propósitos que ella manifiesta, hasta, incluso, acotar las posibilidades que ofrece la discusión sobre la interpretación de sus preceptos, como necesariamente ocurre con normas de carácter general en las que, comúnmente, se requiere tomar en consideración una perspectiva teleológica, funcional, sistemática e histórica.

Si se entiende la supremacía constitucional como el apego al ordenamiento que establece la propia Constitución, y de la capacidad que tienen las decisiones de la mayoría calificada a través de ambas cámaras del Congreso para impulsar la modificación de sus disposiciones, siempre que tengan el respaldo de más de la mitad de los congresos locales, estaremos hablando de conferir un sentido omnipotente a la fuerza política con mayor representación, sin importar que signifique descuidar el pacto fundante, así como factores considerados como inmutables y que, por su naturaleza, no están llamados formar parte de la esfera de decisiones volitivas

Una visión distinta es la que sostiene que la Constitución es mucho más que un conjunto de disposiciones que pueden ser modificadas, pues asume un sustrato que es indecidible y que por eso debe preservarse, no sólo a través de los requisitos formales para modificar o reformar la norma suprema, sino también con los juicios de constitucionalidad y de convencionalidad internacional.

De alguna manera, la tendencia encaminada a garantizar los principios y valores fundamentales de carácter constitucional, y sustraerlos de la mayoría política omnipotente, tiene que ver con un hecho histórico de gran impacto, como lo es que tanto el fascismo como el nazismo pudieron emanar de regímenes constitucionales democráticos y que, en su momento, gozaron de gran respaldo popular sobre el que asentaron un dominio que terminó por transformar la vida de sus países por la peor vía que recuerde la civilización contemporánea, y que amenazó por imponerse en todo el mundo.

Las columnas más leídas de hoy

Así, a contrapelo de esa dura experiencia se detonó una visión tendente a sustraer del dominio de la representación de la política, la posibilidad de practicar reformas legales que asomaran con contravenir al régimen republicano, las libertades, los derechos humanos, el equilibrio entre los poderes, la pluralidad política; en suma, surgió una corriente a favor del constitucionalismo democrático y del garantismo para que se pudieran conjurar tales amenazas y, de esa forma, estar por arriba del embeleso que suelen tener los populismos, liderazgos carismáticos, caudillajes y toda forma de distorsión que puede conducir al desvío democrático, con la aparente divisa democrática.

Al país lo somete y sujeta una mayoría sobrecalificada que se proyecta como dominio de un partido y de una visión que apenas respaldó poco más de la mitad de los votantes para el Congreso, y una escueta tercera parte de la lista de electores. Mediante el artificio de una presencia sobredimensionada, se ha propuesto implantar un dominio incontrastable e inimpugnable.

Se rompe así la supremacía constitucional porque la sujeta a un vasallaje; en efecto, la avasalla y convierte un predominio político en un instrumento que desaloja, en los hechos, a las minorías políticas que no le son afines; fractura la pluralidad y hace de la disciplina el valor esencial para compensar a sus aliados.

Es una mayoría que representa a sus adeptos, a sus grupos, a parte de los beneficiarios de programas que logran tornar en clientela política, pero que no representan al país porque otra buena parte lo componen críticos, abstencionistas, quienes favorecen a la pluralidad política, inconformes o víctimas de las decisiones u omisiones del gobierno y de sus insuficiencias, o simplemente de quienes sostienen opiniones distintas.

El argumento del oficialismo de que impulsa reformas constitucionales y legales por las que votó el electorado y con base en las cuales triunfaron en los pasado comicios -argumento de todas formas controvertible-, para pretender legitimar reformas como la del poder judicial, desampara a la propuesta de la mal llamada reforma para la supremacía Constitucional, en tanto que ésta no fue aludida en campaña, en los discursos, ni en la oferta política que presentaron quienes ahora la impulsan.

Promover la subordinación constitucional para ponerla al servicio de la perspectiva e intereses de la mayoría política, tiene un tufo que disemina sus nocivos efluvios y que ya es un olor de indiscutible signo autoritario.