Termina una administración con un saldo complejo en sus resultados ¿cómo valorarlos si, como es común, muestran tonalidades variopintas?, de modo que es posible mostrar datos que satisfagan ya sea a quienes respaldan la obra de gobierno o, bien, de aquellos críticos que denuestan a la administración.

Una posible solución, en tanto hablamos de política, es advertir qué ha pasado con el Estado y qué con el régimen presidencial, por tratarse de los ámbitos en los que habita la vida pública en el marco normativo y de instituciones que la definen, así como en la conducción y gestión gubernativa que la orienta (sistema presidencial).

Veamos, sin duda que en cuanto al Estado tiene una indudable valoración positiva la disminución de los niveles de desigualdad social y, destacadamente, la reducción de la pobreza. Al respecto cabe recordar que el Estado mexicano se define frecuentemente como Estado social, lo que se corresponde con los fines e impulso que emanaron de la Revolución de 1910 y de cómo fueron plasmados sus propósitos en la Constitución de 1917.

Por ende, la reducción de la pobreza tiene un gran impacto en cuanto a medir la capacidad y fortaleza del Estado; pero éste, por importante que sea, se refiere a un rubro específico y, lamentablemente, no se encuentra fuera de polémica cuando se advierte la elevación del gasto en salud a solventar por los grupos con menores ingresos, ante el deterioro del sistema de hospitales, servicio médico y dotación de medicamentos por parte de las instituciones públicas del sector.

Por otra parte, la pobreza extrema no ha podido mejorar en sus indicadores y antes bien se ha incrementado de forma moderada; destaca también, en el lado positivo, el incremento mostrado por los salarios mínimos y el aporte que han significado para fortalecer el mercado interno, pero a ello acompaña la alta migración de mano de obra que abandona el país por falta de oportunidades y que nutre nuestras cifras de ingreso de divisas por la vía del gran envío de remesas que contribuyen a nuestra fortaleza monetaria y al ingreso de muchos hogares, pero que evidencia la debilidad de nuestro desarrollo.

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En el lado opuesto de la moneda se encuentran los temas de la seguridad y justicia; el índice oprobioso de homicidios, desaparecidos y del control que ejercen grupos delincuenciales sobre regiones vastas del territorio, muestra que el compromiso primigenio del Estado que es el de hacer valer la vigencia del orden jurídico y garantizar la vida y la libertad de los ciudadanos, se encuentra extraviado, por decir lo menos; con ello el Estado incumple su compromiso más esencial, que es fundante del pacto político que justifica su dominio y monopolio de la fuerza física, coactiva y de coerción legítima.

Por otra parte, el casi nulo crecimiento económico del sexenio, en términos reales; la elevación de la deuda pública y de la inflación, son indicadores contundentes de un claro deterioro de la capacidad del Estado para impulsar el engrandecimiento del país, la generación de nuevas oportunidades y de fortalecer la sustentabilidad financiera para sostener las inversiones que son necesarias, así como para mantener el ritmo de las contribuciones y apoyos monetarios que se han comprometido con diversos grupos sociales.

La debilidad del Estado queda sobradamente exhibida en el renglón de los conflictos, interrupción o pausa de las relaciones que se encuentran en un estatus incierto con diversos países del mundo. México fractura sus vínculos internacionales y degrada la designación de embajadores al nombrar exgobernadores provenientes de otras fuerzas políticas y cuya promoción visibiliza negociaciones políticas inconfesables como pago a beneficios previamente pactados para mejorar las posiciones del partido en el gobierno.

Otro aspecto sumamente sensible se vincula al claro deterioro que muestra la política ambiental al incumplir compromisos para reducir la huella de carbón y, por el contrario, mantener el uso del combustóleo, carecer de eficacia para detener el proceso que lleva a la desaparición de especies endémicas como sucede con la vaquita marina, y de su laxitud para admitir la realización de obras magnas sin los estudios necesarios de impacto ambiental, en donde el Tren Maya es una de sus expresiones más evidentes y arbitrarias.

Conforme a lo antes expuesto es posible señalar el claro deterioro del Estado mexicano; pero llama la atención el hecho de que esa degradación ocurre en un marco de fortalecimiento del presidencialismo exacerbado, en donde se rompen equilibrios y contrapesos por la vía de la actuación y conformación de los otros poderes y de los organismos autónomos.

Se centraliza el poder político en la presidencia de la república y se le conecta con la propensión abierta de construir un dominio hegemónico a través de un partido en el gobierno que luce por su disciplina vertical hacia las definiciones presidenciales, que proclama el culto a su figura y que paga con lealtad a las prerrogativas políticas que emanan del clientelismo construido a través de los apoyos directos de la administración.

Se combinan dos procesos que se comunican entre sí: la debilidad del Estado y el fortalecimiento del presidencialismo; este último tiende a reducir y asimilar lo que queda de aquél, busca integrarlo para sí garantizando su predominio. Ya se encamina a asimilar al Congreso mediante un predominio construido desde la sobrerrepresentación y de las negociaciones aviesas para asimilar a cuadros de otras fuerzas políticas; deglute al poder judicial y tiende a someter a quienes difieren o critican.

Se debilita el Estado; se fortalece el presidencialismo omnímodo. Se trata de un legado con clara pulsión autoritaria, pero en donde existen posibilidades ciertas para reencausar el proceso en marcha. En ese cruce de caminos arriba la presidenta Claudia Sheinbaum.