La decisión de la jefa del Estado mexicano –la presidenta Sheinbaum– de no convocar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) a la conmemoración del aniversario de la Constitución ha generado gran controversia. Sin embargo, esta decisión se entiende en el contexto de la actitud de resistencia que dicho poder ha adoptado frente a la reforma judicial.

Se trata de una ceremonia de Estado en la que la presencia de los tres poderes refleja la esencia del sistema republicano. Sin embargo ¿qué ocurre cuando uno de esos poderes, cuya estructura ha sido modificada por la voluntad soberana del pueblo, mantiene una postura de oposición al texto constitucional?

¿Qué sentido tiene convocar a tal acto a un poder que lejos de velar por la efectividad del texto constitucional está operando para revertirlo? El poder judicial, a través de sus resoluciones, ha buscado deliberadamente detener la elección judicial. Aduce actuar en ejercicio de sus facultades de control constitucional, pero su imparcialidad es cuestionable.

Recordemos que todas estas sentencias se han dictado en amparos promovidos por las propias personas juzgadoras ordenando suspender el procedimiento a pesar de que la Constitución prohíbe expresamente (i) suspender procedimientos electorales, (ii) conceder suspensiones con efectos generales y, (iii) revisar reformas constitucionales.

Es como si el árbitro en un partido de futbol, inconforme con su desarrollo, se metiera a la cancha a anotar goles, defender porterías, sacar tarjetas rojas, e inventar reglas a medio partido.

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Quienes se oponen a la elección popular como forma de designación de las personas juzgadoras tienen el derecho de expresarlo, pero no pueden poner a un poder del Estado al servicio de tal finalidad. Si desean acabar con el sistema de elección judicial deben hacerlo a nombre propio, desde la sociedad, y no empleando el poder que la Constitución les confirió para protegerla, no para boicotearla.

Por otro lado, debe recordarse que la autoridad de los poderes constituidos dimana no sólo de su nombramiento formal, sino también de su legitimidad social, esto es, del consenso colectivo de reconocerlos como tales. En la actualidad, el Poder Judicial carece de esa legitimidad. Sus fallos en esta materia no son reconocidos ni acatados porque se perciben como actos de resistencia y así lo reconocen los propios jueces.

Cuando se habla de elecciones presidenciales, se suele decir que reconocer los resultados y conceder la victoria son componentes centrales de la democracia. Me parece que lo mismo debió ocurrir aquí. La decisión del pueblo de cambiar la forma de su gobierno debió asumirse con dignidad.

En un mundo ideal, la Corte debió acudir al Teatro de la República a reconocer el resultado y asegurar la transmisión pacífica del poder. Hubiera sido una escena para la historia. En cambio, tendremos una silla vacía, que será símbolo del abandono de su responsabilidad histórica.