Problemas de siempre en la política ha sido la relación del partido y el gobierno. Su génesis remite al régimen priista. El partido en el poder no tenía propósitos de representación, tampoco de cohesión en torno a una ideología o programa particular. Fue, esencialmente, un instrumento para dar cauce político a la competencia interna por el poder, y una respuesta razonablemente civilizada frente a la rebelión y a la represión subsecuente. El partido del régimen fue clave en ocasión de la renovación pacífica sexenal.
Los alientos de democracia y poder competido se dieron en paralelo a la creación del partido del régimen. Las condiciones particulares de la sociedad mexicana impidieron que la democracia electoral cobrara vigencia. Setenta años de partido hegemónico o dominante recrearon una cultura política legitimadora de un ejercicio autoritario del poder. Es así que la vigencia del sistema autoritario no solo tiene como referente al gobierno y su partido, sino una sociedad que interioriza por acción y omisión la ausencia de un sentido de ciudadanía.
Al cierre del siglo pasado, después de la transición a una normalidad democrática, nadie pensaría en la involución de veinte años después. En aquel entonces: una situación de gobierno dividido; una Suprema Corte que estrenaba independencia de la que aún goza; la antesala de la primera alternancia en la Presidencia de la República; protagonistas de la calidad política de Carlos Castillo Peraza, Diego Fernández de Cevallos y Felipe Calderón del PAN; Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz y Andrés Manuel López Obrador (AMLO) por el PRD. Y un gobierno priista, herido y disminuido por los asesinatos de Colosio y Francisco Ruiz Massieu, por el desencuentro entre el gobierno y el ex presidente Carlos Salinas, así como por la severa crisis financiera heredada. Esta realidad democrática es más de reglas, acuerdos e instituciones, no así de cultura ciudadana y menos de actitudes consecuentes de su clase política. En fin, una democracia sin demócratas.
Se equivoca quien piense que el renacimiento del presidencialismo autoritario tiene como única fuente el poder mismo o la descomposición política y ética del gobierno de Peña Nieto. Su fortaleza y asidero es la sociedad misma. El consenso actual tiene como sustento las creencias, fijaciones y mitos de los mexicanos sobre el poder, no tanto un acto de manipulación e imposición autoritaria vertical.
Sin embargo, el régimen actual no ha logrado respecto al anterior la funcionalidad del partido en el poder. Aunque en el pasado su sometimiento respecto al régimen y al presidente en turno era incuestionable, había un sentido de proyecto político cuya continuidad era valor supremo. Al menos hasta 1976, la sucesión presidencial se procesaba con un sentido de inclusión; de allí que el favorito presidencial no llegara al cargo. Este es el desafío mayor del partido en el gobierno y, por lo visto, López Obrador no considera relevante el tema, sino al contrario: continuidad se confunde con continuismo; una expectativa finalmente ilusoria y sin garantía alguna, como le ocurrió a Plutarco Elías Calles con Lázaro Cárdenas. La clave del éxito del régimen anterior se pierde: la continuidad se construye con el partido, porque éste a diferencia del gobierno, tiene permanencia.
López Obrador tuvo la oportunidad institucionalizar a Morena para que su proyecto político que trascendiera a su persona. En la cúpula había y hay cantera suficiente para intentarlo. No sucedió. En términos de aceptación el partido o movimiento no corre la misma suerte que el presidente, como mostró la elección intermedia pasada. Peor aún, la vergonzante sumisión de las fracciones parlamentarias, rebajadas a la condición de oficialía de partes del gobierno, hacen pensar que el peor pasado se vuelve presente, e inhibe al partido para generar legitimidad o aceptación en sus propios términos.
El desenlace de la contienda para 2024 es más incierta que la candidatura de Claudia Sheinbaum; no sólo por la competencia política, sino por la dificultad que tendrá el presidente para mantener la unidad de la coalición gobernante. Cualquiera que sea el resultado, es del todo previsible el regreso a la situación de gobierno dividido; no habrá continuidad del régimen presidencialista. Finalmente, vendrá algo más próximo al pasado que ahora se repudia, y en la misma circunstancia, una democracia sin demócratas.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto