La problemática de las desapariciones forzadas es un fenómeno complejo de diagnosticar y aún más difícil de resolver. Bien hizo la presidenta Claudia Sheinbaum al separar los distintos elementos que se sobreponen en capas dentro de este atroz delito, el cual nuestro país ha padecido durante décadas.

El problema de las desapariciones forzadas se asemeja a una cebolla con múltiples capas sobrepuestas, compuestas por factores de diversa naturaleza, intereses políticos e intentos por encubrir negligencias o actos de corrupción.

En este fenómeno convergen elementos estructurales, coyunturales y momentáneos. Atender los problemas estructurales en los que se inscriben las desapariciones forzadas implica abordar el contexto de violencia del crimen organizado, así como la impunidad y la corrupción que aún persisten en las instituciones del Estado mexicano. También se trata de enfrentar los rezagos en procedimientos y protocolos para la investigación de estos delitos.

Las reformas constitucionales y legales en materia de prevención, procuración e impartición de justicia, impulsadas por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum, están orientadas en esta dirección. Del mismo modo, el paquete de reformas anunciado el pasado lunes 17 de marzo por la presidenta, referente específicamente a las desapariciones forzadas, busca atender esta crisis.

Los problemas coyunturales en materia de desapariciones forzadas están relacionados, por un lado, con la situación actual de los principales grupos criminales y, por otro, con las políticas de gobierno y el perfil, así como las capacidades, de los titulares de las instituciones responsables de la seguridad y la protección ciudadana.

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Durante los años del antiguo régimen, particularmente después de 1968 y la guerra sucia desatada en el gobierno de Luis Echeverría, las desapariciones forzadas fueron perpetradas por los sectores más oscuros de los órganos represivos del Estado, como la Dirección Federal de Seguridad, o bien por grupos de gatilleros y asesinos al servicio de gobiernos estatales, como el de Rubén Figueroa en Guerrero. La noche de iguala y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, forma parte de esta herencia maldita.

A partir del inicio de este siglo XXI, las desapariciones forzadas en su mayoría corrieron a cargo del crimen organizado. Ante la dificultad de los grupos criminales para reclutar de manera orgánica a sus integrantes, estos recurrieron primero al secuestro de migrantes que transitaban por territorio nacional y ahora, como sabemos, al reclutamiento forzado mediante engaños.

Los elementos momentáneos o de alto impacto en materia de desapariciones forzadas corresponden a casos específicos, como los ocurridos en San Fernando, Tamaulipas, a principios de este siglo y, más recientemente, en el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco. Estos casos generan una fuerte indignación social y requieren una respuesta inmediata, eficaz y oportuna por parte de las autoridades. Si se falla en atenderlos, aunque se resuelvan muchos otros, la percepción de fracaso o impunidad prevalecerá.

Por si esto fuera poco, existen estrategias de desinformación y campañas de desprestigio cuyo objetivo es polarizar la discusión, sembrar dudas y debilitar las instituciones de seguridad con fines políticos. Estas campañas reaparecieron con toda su virulencia tras el caso del rancho Izaguirre.

La presidenta Claudia Sheinbaum y el gobernador Pablo Lemus tienen la enorme responsabilidad, pero también la gran oportunidad, de revertir la tendencia al alza en las desapariciones forzadas, una crisis que ha crecido durante años y en donde Jalisco ocupa el primer lugar. Atender esta problemática con determinación y eficacia es fundamental para responder a la ciudadanía que los llevó al poder y marcar un punto de inflexión.

Eso pienso yo. ¿Usted qué opina? La política es de bronce.