El miedo disfrazado de prudencia se respira en los pasillos de la Corte y el Tribunal Electoral. Conocedores de la legislación que protege sus derechos laborales, nombramiento, haberes del retiro y derechos de permanencia y estabilidad, no tienen certeza de que alguien se los podría hacer valer. Aún sin aprobarse la reforma judicial, los inicios de sus efectos pueden percibirse ya.

Después de todo, los altos juzgadores deben de pensar: “Si es que he dado toda la vida en esta labor sin que alguien lo reconozca, ¿por qué habría de sacrificar el posible último eslabón de mi carrera?”. Están en lo cierto. El servicio honorable está lleno de las ingratitudes que son fruto de la concentración lejana al espectáculo de las redes y los medios de comunicación, condenados al escrutinio de aquellos que no conocieron el sacrificio que le antecedió y le llaman, simplemente, privilegio.

Cualquier jurista, estudiante de Derecho o graduado en abogacía aspira al imperio de la ley, a que esta contenga la última palabra y a menudo, olvida que el Derecho en sí mismo es una expresión del fenómeno de poder. Es decir, que el Derecho es político y las determinaciones de los tribunales también lo son, pues en el diseño de nuestro sistema, el crecimiento, la permanencia y la vigencia de los juristas depende, en gran medida, de que quienes ostentan el poder les confieran y respeten estas responsabilidades.

Para colmo, durante las últimas dos décadas, las teorías sobre democracia y derechos humanos embriagaron un sistema que era, en realidad, joven en su libertad y joven en su democracia.

Como todo joven y en plena adolescencia de las libertades conseguidas con la caída del priismo hegemónico, hoy miramos cuestionado todo lo que dimos por hecho. Los contrapesos, la Constitución, la transparencia, los organismos autónomos, la izquierda, el fin del cacicazgo militar y otro sinfín de elementos característicos de un México al que no creíamos que era posible volver.

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Debo decir que fui aceptada en la Maestría en Derecho de la UNAM y nada se ve igual, mientras los jóvenes de licenciatura protestaban este miércoles, supe que la mitad de mi educación había perdido vigencia tan solo por haber sido optimista y contemplado la reforma en derechos humanos del 2011. Supe también que algo en la brújula de la moralidad política había cambiado. Verdaderamente, quienes me rodeaban se cuestionaban si es que serviría de algo litigar, si es que la Universidad tendría sentido o si ganar asuntos y defender causas, en realidad, dependería de su militancia y cercanía con alguien perteneciente al grupo político dominante.

No hay palabras para describir el panorama de crecimientos truncos que se vislumbra desde las juventudes hacia la sobrerrepresentación y la reforma judicial. Un desasosiego ahogado en la saliva que se aferra a gritar. Una sensación de inutilidad y prepotencia.

¿Cómo es posible que el primer movimiento legítimo, emanado de la Universidad y de las izquierdas, desembocara en esto? Inexplicable. El poder, como corruptor que es, nos quitó algo que aún no podemos verbalizar, puede ser que se trate de la esperanza o puede ser que se trate de la expectativa de legalidad. El hecho es que, por primera vez en la historia de México, pareciera que las mayorías de las izquierdas están perdidas entre una brújula que les aleja del oficialismo y un gobierno que se enuncia como el triunfo de ellas.

En el caso de la sobrerrepresentación, no hubo hermenéutica (interpretación) histórica ni sistemática, hubo una aplicación literal que ignoró las razones por las que debíamos alejarnos de mayorías artificiales. Hubo un coqueteo y seducción con ampliar mandatos y también existió una “Tomás Moro” mexicana llamada Janine Otalora. Cuyo nombre trascenderá como la única jurista que fue, esencialmente, una abogada del pueblo y la Constitución. Desasosiego con un poquito de luz que pasará a la historia, pero desasosiego al fin.