Resolver la postulación del candidato presidencial en el marco de un sistema de partido en donde el PRI tenía asegurado el triunfo, llevó a lo que se llamó “tapado”. No estaba en duda el resultado, pero, por eso mismo, la necesidad de un mecanismo, práctica o norma no escrita que diera soporte a la decisión de optar por una candidatura conforme a la voluntad del presidente saliente. El mecanismo fue artificioso, pero fue la vía para hacerlo.
La naturaleza corporativa del PRM y del PRI como partido con una estructura constituida por organizaciones y por sectores fuertes, hizo que fuesen éstos lo que personificaron los destapes, entendidos como pronunciamientos de alguna parte de esa estructura para apoyar, entre los prospectos, la candidatura específica que después sería validada a través de los procedimientos formales en las convenciones.
Conforme a ello, el destape no constituyó un procedimiento formal; más bien fue una práctica que permitió construir una expresión de respaldo amplio y unificado en torno de una candidatura que después se consolidaría y legitimaría por medio de las normas internas de carácter estatutario. Se trató, ciertamente, de una fórmula discrecional y cerrada.
Por lo anterior, la práctica del destape siempre estuvo sujeta a controversia, pero pudo preservarse con un papel informal y, por eso mismo, en cada sexenio tuvo un periodo de vida restringido, sólo relacionado a la etapa de postulación, e involucró a precandidaturas cuya identidad era proyectada a través de los medios de comunicación y por las declaraciones de personajes vinculados al gobierno; pero no por éste, ni tampoco por el partido que lo aclamaría hasta que fuese candidato oficial. Todo mundo sabía que detrás de la nominación estaba la decisión del presidente que culminaba su periodo de gobierno, y por eso se inscribió entre los mecanismos característicos del presidencialismo mexicano.
Se insistió, como parte de la discusión sobre esa práctica, en que los llamados precandidatos, en el caso de que fueran funcionarios públicos o integrantes de las fuerzas armadas, presentaran su renuncia o licencia al cargo que ostentaban, a efecto de evitar se distorsionara la naturaleza del servicio público; como también la apropiación de la gestión gubernativa para los propósitos políticos personales o de partido. En ese sentido, vale señalar que los interesados en la candidatura presidencial para suceder a Lázaro Cárdenas renunciaron a sus cargos año y medio antes de las elecciones.
La práctica reiterada fue que la nominación extraoficial de los llamados precandidatos se hiciera lo más cercano posible al momento de la postulación formal, a efecto de evitar que el gobierno se exhibiera como una especie de agencia partidista; en su momento, parte importante de las discusiones al interior del PRI se refirieron a la manera y procedimiento para postular al candidato presidencial para los comicios de 1988, como ocurrió con la entonces corriente democrática que a la postre se escindió del PRI. No se debe olvidar que al final de su ciclo de permanencia ininterrumpida en el ejercicio del poder, el PRI resolvió su candidatura presidencial a través de un proceso exitoso de consulta a la base con la participación de cuatro precandidatos, que organizara su entonces presidente, José Antonio González Fernández.
Sorprende ahora que se saque del baúl de las prácticas que cayeron en desuso, el anuncio desde el gobierno sobre nominar a un grupo de tapados. La segunda mitad del actual sexenio corre con el anuncio de nombres de precandidatos del partido en el gobierno que ostentan cargos y ejercen presupuesto público, ajenos al rigor, transparencia e imparcialidad a la que debe estar sujeta la función pública y con la abierta participación protagónica, así como con la complicidad del jefe del Ejecutivo federal.
Son funcionarios que forman parte de los tapados y por eso realizan una doble función, independientemente del horario en que lo hagan, pues son servidores públicos y, al mismo tiempo, han sido declarados precandidatos.
Parece regresarse a la práctica de la etapa autoritaria del porfirismo, consistente que desde el poder se organiza y garantiza el acceso al poder. Tal determinación abre, desde ahora, una vía de impugnación legal a la participación electiva de tales precandidatos. Significa también una dimensión patrimonial de la tarea de gobierno y una ilusión dictatorial, cuando menos hegemónica o de populismo clientelar, empeñada en diseñar vías aviesas para conservar el gobierno.
La señal que se manda es que se endurece, deliberadamente, la posibilidad de la alternancia en el poder; se busca desterrar esa opción disponiendo de los medios para disminuir la competencia política; se trata de conjurar, desde ya, la posibilidad de que sea relevado el partido en el gobierno, al tiempo de hacer de éste una agencia de partido y a las oficinas públicas convertirlas en una especie de oficinas de campaña.
Se vive un auge inaudito que lleva al clientelismo y a su capitalización, a capturar la gestión pública, a encaminar a nuevos dioses. Se revierte todo un gran esfuerzo para construir las vías de civilidad y entendimiento democrático que favorecieron la competencia política, la pluralidad y la alternancia en el poder. Quienes son los candidateables del partido en el gobierno se placean con sus cargos y ambiciones, con las gestiones y tareas que tienen a cargo; con su dualidad de posibles candidatos y de funcionarios públicos, con programas de gobierno y estructuras que tienen a su servicio.
Los tapados de mitad del sexenio forman un grupo y son parte de una estrategia para ganar las elecciones antes de las elecciones; están ahí para imperar, para traer al presente hábitos que formaron parte de tendencias autoritarias y que siempre estuvieron sometidas a polémica en demanda de mejores prácticas; pero ahora se implanta un tapadismo que invade buena parte de la gestión gubernativa, que la atrapa y esclaviza.