Los regímenes políticos suelen ser residencias frágiles, sufren deterioros, demandan mantenimiento constante para evitar su degradación, incluso se llegan a colapsar haciendo inevitable la mudanza a otros hábitats.

Entre la monarquía, la aristocracia y la democracia, así como hacia sus respectivas formas degeneradas que son la tiranía, la oligarquía y la demagogia, tiene lugar un patrón de recorridos cuyo trazo narra el pensamiento político en un trayecto lleno de mutaciones. Así, no puede sorprender la fragilidad de la democracia, el deterioro que tiende a debilitarla y el itinerario que ha de encaminarla a la demagogia o hasta a esquemas autoritarios, sin importar que le son opuestos por definición.

La experiencia mexicana del porfiriato aporta una demostración palpable de debilitamiento del régimen político, no obstante la declaración de preservar preceptos constitucionales de carácter democrático en lo que fue la Constitución de 1857 y a pesar de un inicio en donde el oaxaqueño rechazó reelegirse, al tiempo de dar cauce a la renovación del gobierno con Manuel González en la presidencia de la República (1880-84); pero subvirtió el camino al regresar al poder y continuar en él mediante el recurso de colonizar, desde el régimen presidencial, al sistema político.

Desde la óptica de la literatura política, algo similar narra Maurice Joly en su obra “Diálogo político en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu”, escrito en 1864 y que recrea una ficción donde esos dos grandes maestros del pensamiento confrontan ideas y conceptos, uno exponiendo su táctica para dominar y someter a las instituciones, mientras el otro apunta la solides de la República y de su capacidad para permanecer incólume; se recrea así la inventiva para debilitar al régimen democrático.

Por su parte, la gran maestra que es la historia acredita cómo gobiernos constituidos a través de procesos democráticos han derivado en dictaduras, en el marco de un abanico lleno de tonalidades que atraviesan por el fascismo y el populismo. Algunos de los rasgos que identifican ese trance se tornan visibles a través del uso del lenguaje como arma política para conmocionar y conmover a través de una retórica que descalifica al pasado reciente, mostrándolo hundido en el desprestigio, en el abuso y presa de una corrupción que, se dice, protagonizaron la oligarquía y el gobierno que las cobijara; la ecuación sugiere que, quitando del camino a tales protagonistas, se desechan los males que infringieron.

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La demagogia es el arma secreta de una estrategia que escinde, por inútiles, esfuerzos previos a través de una ficción rupturista de la que habrá de nacer la nueva fase. Si en el marxismo la violencia era la partera de la historia, en el fascismo-populismo lo es la crítica y la destrucción indómita de lo que precedió, instaurándose, por ende, un nuevo dominio desde la ruindad y de los escombros que se dejan.

Así, los momentos de crisis, de insatisfacción ante los resultados alcanzados por las gestiones de los gobiernos, acaban por ser los más propicios para incubar desde la práctica democrática la caída del régimen democrático y de su sustitución por el influjo autoritario, fascista o populista. El trayecto es bien conocido, consiste en una retórica centrada en la descalificación pertinaz de los otros; de ahí una clara polarización que identifica a los intereses auténticos de la sociedad o del pueblo y que condena a la otredad a la condición de espuria, abusiva, adicta a los privilegios y que debe ser derrotada.

La condena al pasado reciente va de la mano del rechazo a las instituciones que le dieron vida; de esa manera se edita un proyecto político que protagoniza el advenimiento del nuevo líder. Su mandato tiene sustento democrático, pero no pretende defender las instituciones en las que se edificó; por el contrario, busca su reconversión porque están ligadas a la oligarquía y a la corrupción que se desea conjurar. El populismo camina al encuentro del líder que encarna la epopeya del nuevo orto; las instituciones que van quedando atrás se redimen con la forja de la nueva figura heroica, mística y que avanza a lo mítico.

México, en la etapa post revolucionaria, siempre lindó con el riesgo autoritario y de la posibilidad de dirigirse hacia una dictadura, pero en buena medida pudo eludir esa amenaza gracias al el reconocimiento de una deuda y de una convicción democrática reiterada en la Independencia y en la Reforma, que debía saldarse en el marco de un proceso ascendente de carácter incremental -a pesar de que éste no fue siempre lo expedito que se hubiera deseado-. Aun así, fue posible dar cuenta de avances democráticos de forma regular, incluso en momentos que se significaban por virajes autoritarios en Latinoamérica.

Fue entonces cuando ocurrió el despliegue del proceso llamado de la transición democrática, que se entendió como el traslado de un sistema de partido hegemónico a otro plural, competitivo y con alternancia de partidos en el poder, y que debía conducir, por necesidad, a la evolución del sistema presidencialista. Transición democrática acreditada en distintos episodios que le dieron lustre, como lo fue la reforma electoral de 1977 para dar pie a un mejor sistema de representación política, marcando una pauta que después se expresaría en nuevas reformas.

La tendencia marcaba camino, pues parecía que la línea ascendente expresada a través de reiteradas propuestas de nuevas iniciativas para la legislación electoral mantendría su ritmo y dirección, en el marco de un aprendizaje común y del consecuente acuerdo para impulsarlas. La posibilidad de alejamiento de esa ruta no parecía estar en juego con el cambio de los gobiernos, pues la alternancia de partidos en el poder ya había dado cuenta de no trastocar dicho proceso.

Fue sorpresivo que el gobierno constituido a partir de las elecciones de 2018 variara la ruta que se suponía consolidada, cuando optara por la presentación de iniciativas inconsultas que desestimaron los acuerdos plurales; más sorpresivo aún fue que se asomara una tendencia populista obcecada en propiciar la polarización social y que diera vista a un desmantelamiento de instituciones que fueron sustento de lo mejor de la vida democrática del país dentro de un fraguado que comprende su último medio siglo de vida. La línea de aprendizaje histórico fue desestimada por la acometida de una pulsión que mira desde la óptica de un liderazgo personal que deteriora la fortaleza de las instituciones.

La acometida contra el INAE, la registrada para diezmar a otras instancias autónomas y el intento hasta ahora frustrado para debilitar al propio INE, dan cuenta y nos hacen recordar que el régimen democrático no es imbatible, a pesar de un proceso que se encaminaba a su consolidación, recordándonos también la vulnerabilidad que siempre ha tenido, así como la permutabilidad que éste puede experimentar; las amenazas que enfrenta, los disfraces que tienden a suplantarlo haciendo de la democracia sólo una fachada, como ya ocurriera en la fase final del siglo antepasado.

Acecha el descarrilamiento democrático el protagonismo de un gobierno que cede a la pretensión de perpetuar a su partido en el poder como causa principal, como consigna ideológica, como razón de Estado.