Murió Mario Vargas Llosa.
Y no es que se haya muerto un escritor. Se murió una época.
Un continente verbal. Una manera de existir en prosa.
Con él se apaga el último trueno del Boom.
Ya no queda nadie. Sólo escombros.
Ya no es el Boom. Es el eco.
Y duele.
Porque Vargas Llosa no fue sólo un novelista brillante. Fue el arquitecto de la tensión. El último clásico vivo. El que organizaba el caos con estructura. El que narraba la violencia con disciplina. El que convertía la contradicción en belleza.
‘La guerra del fin del mundo’ es, para mí, la mejor novela latinoamericana jamás escrita.
Y sí, lo digo con todos los fantasmas presentes:
‘Cien años de soledad’ es —sin duda— la mejor novela de la humanidad. Pero La guerra del fin del mundo es la mejor de América Latina.
Porque ahí están los desposeídos armados de misticismo. Porque ahí se grita el absurdo. Porque nadie ha contado así —con ese ritmo, esa furia, ese orden milagroso— el fracaso como destino.
García Márquez era prodigioso.
Pero Vargas Llosa fue mejor.
El otro tenía magia.
Este tenía método.
El otro creaba mitologías.
Este las derrumbaba.
El otro paría mundos.
Este los incendiaba con razones.
Vargas Llosa nos enseñó que una novela podía ser ideología, música, mapa y herejía.
Nos dio putas que filosofan en La Catedral.
Nos mostró cómo la educación podía ser un campo de exterminio.
Nos arrastró por la selva. Nos zumbó un moscardón en el oído hasta volvernos locos.
Fue nuestro último clásico. El más prolífico. El más brillante. El más incómodo.
Y ahora…
¿Qué queda?
Un continente que ya no se narra.
Una lengua que ya no estalla.
Una épica disuelta en algoritmos.
El Boom fue la última vez que América Latina creyó en sí misma.
Creyó que podía contarse.
Que podía escribirse.
Que podía salvarse.
Hoy, eso murió.
Murió con él.
Y si me preguntan —así, de frente— si queda esperanza, si algún joven tomará la antorcha, si esto es un relevo o una pausa…
Yo digo que no.
Yo digo que lo que sigue es el silencio.