El régimen presidencial es, en sí mismo, generador de liderazgo y popularidad; en el caso mexicano la historia así lo acredita al dar cuenta de los altos índices reiterados de aceptación alcanzados por los distintos titulares del gobierno; la condición de jefe de Estado, comandante en jefe de la Fuerzas Armadas, jefe de Gobierno, sentido unipersonal del mandato como presidente de la República y titular del Poder Ejecutivo reunidos en la misma persona, contribuye a ello.

La evaluación satisfactoria y respaldo popular a los distintos presidentes de la República ha sido siempre alto en el país; el repudio y rechazo que, ciertamente, han llegado a recibir se ha registrado en su condición de expresidentes, o cuando ha ocurrido el fin de su mandato. En el caso actual se exhibe como hecho notable el índice de aceptación que tiene el gobierno, pero una revisión de lo ocurrido en otras administraciones muestra que el hecho se coloca en una tendencia común o general.

En buena medida, la determinación para impedir la reelección presidencial estuvo encaminada a contener una segura permanencia en el poder Ejecutivo por parte de su titular y con el efecto de vulnerar el régimen democrático, el sistema de partidos y la pluralidad política; aún más cuando por esa vía se llegó a volver casi irreemplazable o inmutable en el cargo. La ecuación no es invariable, en los Estados Unidos, por ejemplo, la reelección presidencial no tiene ese efecto, pero se trata de otro sistema político.

Por lo que respecta a México, la pregunta es referente a las consecuencias que tiene el colocar, como tema prioritario, la popularidad presidencial en la tarea de gobierno. Es el caso que, en esa circunstancia, evidentemente la administración incorpora un propósito que la hace encaminarse más a una misión de partido que a una de gobierno.

En efecto, el abanico amplio de acciones y políticas que tiene a su alcance la administración, más si cuenta con la mayoría en el Congreso -como es el caso-, ofrece bastas oportunidades para alimentar la popularidad presidencial; en el menú se encuentra la posibilidad de direccionar subsidios, apoyar a grupos o regiones, transparentar u opacar el empleo de los recursos, dominar el espacio comunicacional para interpelar o descalificar a los críticos, privilegiar el acercamiento con ciertos partidos o grupos, instrumentar acciones extraordinarias como los permisos para autos ilegales, etc., así la prioridad asignada a mantener o incrementar la popularidad se concreta a través de un claro sesgo en la operación de los programas.

Las columnas más leídas de hoy

La popularidad, como premisa, distorsiona el foco y las decisiones en el manejo del gobierno; fue una de las causas de las crisis económicas reiteradas de fin de sexenio desde 1976 hasta la de 1994-95, que sólo pudieron conjurarse con la autonomía del Banco de México y que, evidentemente, cuando ésta no existió, se propendía a aplazar medidas de ajuste necesarias frente a la proximidad de las elecciones y del efecto que podría tener en la imagen del gobierno y en las votaciones del partido que lo respaldaba.

Por otra parte, también es cierto que un gobierno diezmado por carecer de un respaldo popular básico no es conveniente, pues en esa tesitura se pude minar su capacidad de ejercicio y de instrumentación de las políticas públicas necesarias hacia la realización de su programa. Así que la ecuación es compleja: la premisa de la popularidad tiende a distorsionar el desempeño de la administración, mientras un bajo respaldo popular puede conducir a la debilidad del gobierno. Pero esta última hipótesis no ha ocurrido en México, salvo en el caso de la administración maderista, quien exhibió una clara incomprensión de lo que significaba un gobierno emanado de un movimiento revolucionario, respecto del reclamo para poner en pie los cambios ofrecidos, como claramente lo demostró sus desencuentros con Zapata.

Todo indica que la popularidad como premisa de gobierno, sostiene el interés que se tuvo en la consulta fallida sobre el juicio a los expresidentes y que, ahora, mueve la nueva sobre la revocación, convertida ésta en ratificación de mandato, con los fórceps que ésta ha incorporado para alcanzar la participación necesaria de la ciudadanía. Se desnuda la intención de mostrar un gobierno con claro desplante popular, aunque la participación resulte inocua respecto de los asuntos que la convocan.

La agenda a la que obliga la popularidad como premisa, ciertamente distorsiona las acciones de gobierno y orienta sus esfuerzos por rutas extraviadas. El gobierno deviene en partido y, por esa vía, tiende a la confrontación con quienes difieren de él, descalifica a los detractores, los fustiga y convierte su programa en proyecto ideológico dogmático, cerrado, con peligrosos visos totalitarios.