Este 18 de diciembre, como ocurre desde hace ya setenta años, se conmemora el Día Internacional del Migrante. Sin duda, estos años han sido especialmente complicados y han traído profundos cambios para toda la humanidad en cuanto a nuestra forma de vivir, pues la pandemia por la que aún atravesamos, no solo ha puesto a prueba a nuestros sistemas de salud, sino también, nuestros valores y prioridades en muchos sentidos.
Como resultado de la pandemia, uno de los temas en los que hemos visibilizado grandes retos regionales e internacionales es la movilidad de las personas. Claramente, los movimientos de población, voluntarios o forzosos, obedecen a muy diversos factores; entre ellos, tenemos tanto desastres naturales, como crisis económicas y situaciones de pobreza extrema o conflictos armados. Según datos de la ONU, en este 2020, la cantidad de migrantes internacionales asciende a 281 millones de personas, lo que equivale al 3.6% de la población mundial.
En otras latitudes, se ha buscado generar incentivos para atender el tema de la migración desde su raíz, atacando las causas que la generan y que suelen coincidir con profundas desigualdades y, asimismo, paliar las brechas de desarrollo existentes en los países que no ofrecen oportunidades a su población o que se encuentran inmersos en graves conflictos sociales que cortan de tajo las posibilidades de desarrollo a las personas.
Nuestra Constitución federal, en materia de derechos humanos y, como es debido, alineada con el sistema interamericano e internacional en la materia, no distingue entre personas. La única condición que exige nuestro texto fundamental a las personas para extender su manto de protección sobre ellas, es que se encuentren en territorio nacional.
En ese sentido, pero sobre todo por nuestra situación geográfica y geopolítica, aunado a que llevamos más de cien años en una intensa migración de mexicanas y mexicanos hacia nuestro vecino del norte por los motivos ya mencionados o una terrible combinación de todos ellos, me parece que es preciso, como personas y no solo desde un punto de vista institucional, volteemos la mirada a este tema que en los próximos años solo irá en aumento.
Asimismo, es necesario que exijamos congruencia a nuestras instituciones y velemos porque se garanticen efectivamente los derechos y libertades humanas de toda persona que se encuentre, por el motivo que sea, en nuestro país. Quizá, debemos voltear a ver lo que ocurre en otros países y aprender, planear y tener posturas mucho más firmes frente a exigencias del exterior que acaban traduciéndose en responsabilidades a nuestro cargo como país y que, debiendo ser compartidas por completo, no lo son.
Debemos, construir mecanismos de control que no solo sirvan a contener la migración ilegal, sino, sobre todo, que nos provean de información acerca de quiénes ingresan o transitan por nuestro país. Tales datos personales que recabemos por vías respestuosas de la dignidad de las personas, habremos de usarlos para tener un mínimo referente de la identidad de quienes eventualmente puedan requerir de la oportuna respuesta de las instituciones mexicanas para garantizar sus derechos. Esa debe ser la puerta de entrada de toda persona migrante, la certeza.
La nuestra, también es una nación de migrantes cuya cultura, en consecuencia, se ha enriquecido con la pluralidad que la conforma y que nos ha permitido imaginar diversos y más amplios horizontes que debemos extender en su alcance, en beneficio de todas y todos. No olvidemos eso.