En el panorama político y económico de México, los conceptos de economía moral y economía electoral han cobrado relevancia en los últimos años, en particular durante la administración de la izquierda mexicana. Mientras que la primera se presenta como una propuesta basada en principios éticos y justicia social, la segunda se percibe como una herramienta para movilizar el apoyo político a través de incentivos económicos directos e indirectos. Estas dinámicas tienen consecuencias profundas, tanto positivas como negativas, para el desarrollo del país y su gobernanza.
La economía moral es un concepto promovido en especial por AMLO como una respuesta a lo que señaló como décadas de neoliberalismo que generaron desigualdad, corrupción y desconfianza hacia las instituciones. En su esencia, esta economía busca priorizar el bienestar social sobre los intereses del mercado, enfocándose en políticas redistributivas que beneficien a los sectores más vulnerables.
Programas como Sembrando Vida, Jóvenes Construyendo el Futuro y las pensiones universales para adultos mayores son ejemplos claros de esta visión. La lógica detrás de estas iniciativas es crear una base mínima de bienestar, fomentar la inclusión económica y cerrar brechas de desigualdad. Además, la narrativa de la economía moral está profundamente vinculada a un discurso que apela a la ética y la justicia histórica, posicionando al gobierno de izquierda como un agente corrector de los excesos del pasado.
Sin embargo, ese enfoque también ha generado diversos cuestionamientos. La economía moral carece de una planeación sólida y su implementación está marcada por criterios políticos más que por evaluaciones técnicas. Por ejemplo, se ha señalado que programas como Sembrando Vida han generado impactos negativos en el medio ambiente, como la deforestación, debido a la falta de supervisión adecuada, además de falta de transparencia en la información de lo sembrado y sus resultados comprobables.
La economía electoral: incentivos políticos disfrazados de política pública. La economía electoral, por otro lado, refiere al uso estratégico de políticas económicas para consolidar una base de apoyo político. En el caso de México, este fenómeno no es nuevo, pero ha tomado formas más visibles en los últimos años. La entrega directa de apoyos económicos a través de transferencias monetarias es una de las estrategias más evidentes.
El diseño de estos programas a menudo responde más a objetivos electorales que a un análisis profundo de sus impactos a largo plazo. Por ejemplo, en 2025, el presupuesto aprobado por el gobierno federal destina una parte significativa a programas sociales, cercano al 1 billón de pesos del presupuesto en 2025, mientras que áreas como salud y educación han visto recortes importantes. Esto puede interpretarse como un intento de maximizar la popularidad del gobierno y consolidar fines electorales, aunque se haga a expensas de otros sectores esenciales para el desarrollo sostenible del país.
Además, la economía electoral puede generar una dependencia de los ciudadanos hacia el gobierno, disminuyendo incentivos para el emprendimiento o la productividad. Cuando los apoyos sociales se perciben como una dádiva y no como un derecho, existe el riesgo de perpetuar un modelo clientelista que socava el desarrollo cívico y la autonomía económica. Hoy se estima que 40 millones de personas reciben apoyo económico en programas sociales. Esto significa también que de 35 millones de hogares en México, el 80% recibe algún tipo de programa de apoyo social. Razón por la cual existe amplia popularidad electoral.
Consecuencias de estas estrategias. La combinación de economía moral y economía electoral tiene impactos ambiguos para México. Por un lado, ha permitido aliviar la pobreza extrema y reducir desigualdades en ciertos sectores. Según datos oficiales, las transferencias directas han contribuido a mejorar los niveles de ingreso en los hogares más pobres, especialmente en las zonas rurales.
Por otro lado, la excesiva dependencia de estas estrategias puede tener consecuencias estructurales negativas. En el corto plazo, la economía moral-electoral puede desincentivar la inversión privada, especialmente cuando las políticas del gobierno generan incertidumbre, como ha ocurrido con el sector energético. A largo plazo, el enfoque en subsidios y transferencias directas, sin un impulso paralelo al Estado de derecho, la productividad, la educación y el desarrollo tecnológico, puede limitar las oportunidades de crecimiento económico sostenido.
Además, este modelo puede polarizar aún más a la sociedad. Al basar gran parte de su narrativa en una división entre “ricos” y “pobres” o “conservadores” y “progresistas”, el gobierno fomenta una visión confrontativa que dificulta la construcción de consensos en temas clave, como la reforma fiscal, la seguridad en el país, la inversión privada productiva o la transición energética de manera destacada. Es bueno el contar con programas sociales, su viabilidad depende de la productividad y generación de riqueza, pero si el enfoque es recaudatorio e inquisitorio a la población económicamente activa en especial a los formales y a las pequeñas y medianas empresas sin generar políticas públicas efectivas, tendrá como consecuencia inconformidad de los contribuyentes y falta de desarrollo económico regional.
Otro punto crítico es el manejo fiscal. Aunque México ha mantenido un endeudamiento relativamente bajo en comparación con otros países, la falta de una reforma fiscal integral pone en duda la sostenibilidad de los programas sociales. La economía moral, si no se sustenta en una base tributaria sólida, podría colapsar bajo el peso de sus propios compromisos. El déficit fiscal proyectado en 3.9% del PIB para 2025 y un crecimiento no mayor al 1.5% del PIB complica el presupuesto estimado de la SHCP que apuesta por un crecimiento al doble, el cual no ha logrado credibilidad. Ello si no se logra crecimiento y siguen los gastos y pérdidas en Pemex y CFE, pueden generar baja de calificación de la deuda soberana.
La economía moral y la economía electoral son dos caras de una misma moneda que reflejan las tensiones entre la política y la administración pública en México. Mientras que la primera busca legitimar al gobierno a través de un discurso ético y redistributivo, la segunda prioriza resultados a corto plazo que garanticen apoyo político.
Para que estas estrategias realmente contribuyan al desarrollo del país, es necesario equilibrar sus objetivos con una visión de largo plazo. Esto implica invertir en infraestructura, educación y salud, así como fomentar la participación ciudadana y el fortalecimiento institucional. De lo contrario, México corre el riesgo de perpetuar un modelo económico y político basado en la dependencia y el clientelismo, en lugar de uno fundamentado en la justicia y la sostenibilidad.
En última instancia, la verdadera prueba de la economía moral y electoral no estará en los resultados inmediatos, sino en si estas políticas logran construir un México más próspero, equitativo y democrático a largo plazo.