La reciente declaración presidencial en la que controvierte el papel y el peso de la ley, en el marco de una polémica por él sostenida de manera reiterada respecto de resistir los límites en los que se encuentra inmerso el desempeño del Poder Ejecutivo en cuanto la función que desempeñan los otros poderes, los órganos autónomos, el andamiaje de instituciones, así como de las medidas de regulación que se encuentran establecidas, obligan a la reflexión sobre la naturaleza de un debate, que ya no se sitúa en los términos de una declaración aislada, sino en el marco de una tendencia de gobierno.

Es posible señalar múltiples expresiones que desde el gobierno manifiestan distancia, descalificación y rechazo dogmático sobre posturas y opiniones que no se alinean en la ruta de las determinaciones que establece. Quienes así lo hacen están errados, son corruptos, neoliberales, conservadores, reaccionarios; parece entonces que la razón para diferir no existe y que sólo hay un camino, los otros son rutas torcidas.

De entrada, debe recordarse que el ordenamiento que vive en la Constitución y en las leyes, refleja el acuerdo básico de los ciudadanos para fundar el poder político, establecer sus propósitos y someter a control su desempeño. De ahí que regatear el cumplimiento de la ley por la vía política o mediante la acción del gobierno – primer obligado a su observancia -, no sólo vulnera la convivencia expresada en los acuerdos básicos, también violenta la vida social y la cultura cívica.

La razón de Estado se supone está expresada en la Constitución y en el cuerpo legal que lo regula, pero si otra razón se establece - que no se encuentra ahí plasmada, más todavía si se radica en la perspectiva discrecional de un individuo-, entonces el ejercicio del poder público se vuelve incierto, amenazante, indómito, abusivo, intimidante, restrictivo de las libertades, deja ver un alma autoritaria.

De alguna manera a ello se debe que Karl Popper en su texto de “la sociedad abierta y sus enemigos” haya postulado que el programa político de Platón es de carácter totalitario, pues advierte que su idea de justicia la inscribe en el Estado y sólo después en el individuo; en ese mismo sentido la noción del rey filósofo, que como tal se ostenta ungido de sabiduría, tiende a imponer su verdad en el propio Estado. En el fondo se trata de advertir que, si alguien se asume con la verdad y depositario de la justicia, y además detenta el poder político; ese alguien se encuentra en el camino totalitario, pues está en una vía donde sus determinaciones pretenden ser las únicas amparadas en la verdad, en la justicia y en la razón.

Las columnas más leídas de hoy

La hermandad del totalitarismo con la asunción de una verdad única e irrefutable es clara y, por eso, el grave riesgo de pretender que exista quien tiene una razón por encima de los demás, y que esta sea esgrimida desde la tribuna del ejercicio del poder, además con la descalificación de los que disienten y critican. Como contraparte al riesgo de la imposición de una verdad absoluta, la democracia, como práctica deliberativa en donde se respeta la diversidad de opiniones y tienen influencia los argumentos disidentes y se postula el acuerdo, representa uno de sus mejores valladares.

Entonces, es la existencia y ejercicio efectivo de las libertades dentro de un ambiente que resulta propicio hacerlo, que exenta el riesgo de ser crítico, de disentir y oponerse, lo que crea una dimensión abierta de lo público para no retraerse a un mero dominio gubernativo.

Es de gran utilidad recordar a Humberto Eco, quien en su niñez vivió el fascismo, y probablemente por esa experiencia buscó denunciar los riesgos de ese régimen, así como de los distintos ropajes que asumió en la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, la España de Franco y en Portugal con Salazar; fue así que escribiera un ensayo relativo a lo que identificó como “Ur-Fascismo”, en el que enumeró rasgos y características que, dentro de esa multiplicidad de caretas, lo identifican; una de ellas es el rechazo al pensamiento crítico, pues dice que para el Ur-Fascismo, el desacuerdo es traición; también menciona lo que él llama elitismo popular, entendiéndose por éste una dinámica de relación con la sociedad que lleva a la necesidad de aceptar a un “dominador” conduciendo a un elitismo de masa. Se postula así un populismo cualitativo en el que se extravían los derechos del individuo, de manera que el pueblo se concibe como entidad monolítica hacia la expresión de una voluntad común, cuyo intérprete es el líder.

Todo indica que ya no son meras declaraciones para buscar impactar y conducir el debate político, para polarizar a la sociedad y dominar con los grupos que son proclives al gobierno; más allá de ello, la amenaza del autoritarismo se erige con gran estridencia y protagonismo; marca una tendencia que va más allá de la coyuntura y que muestra rasgos de instalarse en la dimensión de un estilo que tiende a convertirse en régimen.