En presencia del ridículo, vergonzoso, dañino sainete que las autoridades del CONACYT le han impuesto perpetrado, al Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), me siento compelido a intervenir públicamente en la vida de éste después de 47 años de no hacerlo por elemental respeto a su esencia.
Durante la segunda mitad de 1973, cuando cumplía las tareas de ser Director del Fondo de Cultura Económica y dirigí, a solicitud expresa del Presidente de la República, grupos “ad-hoc” sobre temas cruciales para el desarrollo económico y social del país, y ser Vicepresidente del Consejo de Administración del CONACYT, surgió en mí la idea de la necesidad de creación de un centro de investigación económica y social, el que a nivel de excelencia e independencia académicas, debería abocarse al estudio de los temas involucrados en el diseño de políticas públicas para el desarrollo. El producto de tales investigaciones podría convertirse así en base solida para un diseño virtuoso de las políticas publicas por las dependencias del gobierno responsables de las mismas.
Le planteé la idea al Presidente de la República, quien con entusiasmo aceptó la propuesta, recomendó que me pusiera de acuerdo con el gran economista mexicano Horacio Flores de la Peña, a la sazón Secretario del Patrimonio Nacional, quien patrocinaba una propuesta complementaria de la espléndida economista mexicana Trinidad Martínez Tarragó, para la creación de un centro para la formación de cuadro profesionales de alto nivel en economía.
Surgió así el cuadro completo de un centro académico que, al nivel de excelencia, abordará las dos tareas: Investigación científica y docencia a nivel posgrado. Dos temas determinaron en aquel momento el diseño del proceso de creación; primero, el nombre de la institución y segundo, su tamaño en el momento de arranque. Respecto al nombre, mi reflexión llegó al punto de que había que evitar que aquél propiciara las pugnas dogmáticas y afanes de captura que podrían evitar el logro de la excelencia académica y, como es usual, derrumbar el proyecto. De allí el deslavado nombre de Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), así, sin adjetivos.
Respecto al tamaño: Debería empezar con una planta académica de numero suficiente – sin excesos- para sostenerse durante el tránsito del sexenio presidencial vigente hasta el subsiguiente.
Para lograr la planta académica básica se aprovecharon dos circunstancias del momento. Llegaban al país un conjunto de economistas jóvenes que recién habían concluido sus posgrados en el extranjero, y además, radicaban en México numeroso profesionales sudamericanos, asilados en México de los regímenes dictatoriales en sus países de origen y con amplia experiencia profesional y académica de alto nivel. Con ambos grupos se organizó la planta académica de arranque.
Recibí la designación como “presidente” del organismo y como directores: la Dra. Trinidad Martínez Tarragó en el área de docencia: y el Dr. Fernando Rosenzweig Díaz en área de investigación.
En el otoño de 1974 se creó en definitiva el CIDE, como parte del conjunto de centros públicos CONACYT que estaba en proceso de creación. Planteé entonces la premisa de que el CIDE debería contar con autonomía académica y operar por consenso de los miembros de su claustro.
A principios de 1975 fui designado Secretario del Patrimonio Nacional. En reemplazo de Horacio Flores de la Peña. Muy pronto mis deberes como Secretario de Estado se impondrían a los correspondiente a la Presidencia del CIDE. Propuse entonces que me reemplazara el gran Horacio Flores de la Peña, lo cual él aceptó gustoso. A partir de ese momento me impuse la disciplina de no intervenir en los asuntos del CIDE. Ya se le había dotado de su primer presupuesto y de un local propio.
Cumplí siempre la promesa que hice de no intervenir, Hasta ahora, para decir, como lo dijo Jesús Reyes Heroles, ante otras circunstancias, a voz en cuello cuatro escuetas palabras: no estoy de acuerdo (con lo que esta sucediendo). Fuera manos del CIDE.