El lenguaje en el derecho no es un mero reflejo de la realidad, sino una herramienta de estructuración normativa. La manera en que se expresan los derechos y las categorías jurídicas en los textos constitucionales y los tratados internacionales no es accidental, sino el resultado de procesos históricos y decisiones políticas.
Desde una perspectiva positivista, el derecho no describe principios morales o valores absolutos, sino que establece normas que regulan conductas y relaciones sociales. Herbert Hart sostiene que el derecho es un sistema de reglas secundarias que determinan cómo se crean, modifican e interpretan las normas primarias (aquellas que regulan el comportamiento). En este sentido, la evolución del lenguaje jurídico responde a la necesidad de adaptar las reglas normativas a nuevas realidades sociales y políticas.
Un ejemplo de esta evolución es la transición del concepto de “derechos del hombre” a “derechos humanos”. Mientras que en la Ilustración se hablaba de los “derechos del hombre” como una formulación derivada de la tradición filosófica europea, el cambio hacia “derechos humanos” responde a un contexto político posterior, en el cual las exigencias de inclusión y neutralidad de género han llevado a reformular el lenguaje de los textos jurídicos. Sin embargo, este cambio no implica que los derechos tengan un fundamento natural, sino que demuestra que su contenido y su expresión son el resultado de una construcción jurídica que puede modificarse con el tiempo.
Desde la filosofía del lenguaje, Ludwig Wittgenstein señalaba que las palabras no tienen significados fijos, sino que adquieren sentido en función de su uso en un contexto determinado. Esto es particularmente relevante en el derecho, donde términos como “persona”, “derechos” y “libertad” pueden adquirir significados distintos según el ordenamiento jurídico en el que se empleen.
Para entender cómo el lenguaje jurídico configura el derecho, es necesario introducir la semiótica, que es el estudio de los signos y de los sistemas de significado. Desde la perspectiva semiótica, el derecho puede entenderse como un sistema de signos que tiene su propia lógica interna y reglas de interpretación.
La semiótica fue desarrollada por Charles Sanders Peirce y Ferdinand de Saussure, quienes establecieron que el significado de los signos depende de la relación entre el significante (la forma material del signo, como una palabra o un símbolo), el significado (el concepto asociado al signo) y el referente (el objeto o la realidad a la que se refiere el signo).
En el derecho, la semiótica desempeña un papel fundamental porque las normas jurídicas están compuestas por signos lingüísticos que requieren interpretación. Una ley o un tratado no tienen un significado fijo, sino que su sentido depende del contexto en el que se aplican y de los métodos de interpretación utilizados por los juristas.
El vínculo entre la semiótica y la lógica formal en el derecho es esencial, porque el derecho no solo es un sistema de signos, sino que también tiene una estructura lógica que permite su aplicación coherente. La lógica formal, desarrollada desde Aristóteles y modernizada por Gottlob Frege, Bertrand Russell y otros lógicos, establece principios para la construcción de proposiciones y argumentos válidos.
En el derecho, la lógica formal se utiliza para analizar la estructura de los argumentos jurídicos, asegurando que las normas sean aplicadas de manera consistente. Por ejemplo, en la argumentación jurídica, se aplican principios de la lógica proposicional como el modus ponens (“Si A implica B, y A es verdadero, entonces B es verdadero”) para determinar la validez de una interpretación legal. Gran problema se vive hoy en día, cuando la interpretación de los jueces en todos sus niveles ignora a la semiótica y asume la moral, resolviendo a partir de sus convicciones y no conforme a lo determinado por los legisladores.