Recuerdas la última vez que comías un delicioso taco picoso, con lágrimas en los ojos y te sonabas la nariz. Eso ardía, en realidad era un dolor ¡tan sabroso! Sin embargo, a pesar de la quemadura de papilas gustativas, seguías comiendo y disfrutando esa sensación de labios encendidos con punzadas en la lengua. Lo más natural es que los seres humanos evitemos el dolor, pero, no siempre es así y en el “delicioso” ocurre lo mismo.

El dolor constituye un sistema de defensa adquirido evolutivamente, que funciona como señal de alarma para protegernos, aumentando la probabilidad de supervivencia. Sin embargo, en algunas ocasiones, el dolor puede convertirse en una fuente de sufrimiento inútil y en otras, en auténtico placer (Romera, Perena, Perena, Rodrigo, 2000).

De alguna manera misteriosa el placer y el dolor están entrelazados y se complementan a lo largo de toda nuestra vida.

Comencemos por precisar que todo dolor hace que el sistema nervioso central libere endorfinas, que son un tipo de neuropéptido endógeno, es decir cadenas de proteínas elaboradas por el propio organismo, las cuales se encargan de estimular las áreas cerebrales que producen placer al organismo.

La función de las endorfinas es bloquear la sensación de dolencia. Al hacerlo, también producen euforia, de la misma forma que lo generan los opiáceos como la morfina.

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Al ser un opiáceo, se genera una acción analgésica. Tal como ocurre en las circunstancias que requieren un sobreesfuerzo, por ejemplo una relación sexual o el parto de una mujer. Entonces, la producción de este neuropéptido aumenta y así el dolor se puede convertir en placer con más facilidad.

No hay que practicar complicadas técnicas masoquistas para reconocer que el dolor es sumamente placentero, basta con hacer ejercicio, elegir un piercing nuevo, una pigmentación en los labios, en las cejas o hasta un cambio de look que requiera una decoloración agresiva para la cabellera, quien lo ha hecho lo comprende de sobra.

En el caso del ejercicio intenso el cuerpo libera ráfagas de ácido láctico, un subproducto que nace de la descomposición de la glucosa cuando hay poco oxígeno.

En los corredores, este ácido altera los receptores de los músculos, y estos comunican la situación al cerebro por medio de unos mensajes eléctricos enviados a través de la médula espinal. Estas señales se interpretan como calambres en las piernas, y esta sensación hace que el deportista baje el ritmo o pare.

Lo anterior, es así hasta que el centro de control del sistema nervioso, el hipotálamo, entra en acción.

Los corredores experimentan una sensación de euforia o felicidad de corta duración que se produce después de hacer ejercicio. Pero, ¿qué está pasando en el cerebro?

Esta sección del cerebro tiene la forma de un caballito de mar, y como respuesta a las señales de dolor ordena al cuerpo que genere sus propios narcóticos, las endorfinas.

Pero las endorfinas van más allá: estimulan las regiones límbica y prefrontal del cerebro, las mismas que se activan con el amor apasionado y la música. Sucede de una forma similar que la morfina y la heroína.

Además, el dolor producto del ejercicio intenso también provoca un aumento súbito de los otros analgésicos del cuerpo: las anandamidas. Conocidas como los “químicos de la felicidad“, se unen a los receptores del cerebro para bloquear las señales de dolor e inducir un cálido placer, emulando a la sensación que provoca fumar marihuana.

Y aún hay más, en la siguiente edición descubriremos si todos los dolores vienen acompañados de placer.