En un Estado democrático constitucional, la administración pública y sus instituciones tienen la ineludible obligación de actuar en todo momento con diligencia y servir con objetividad a los intereses generales y, en consecuencia, a las personas. Frente a tal obligación que corre a cargo de todas las instituciones que conforman el aparato del Estado, las personas tenemos el derecho humano a solicitar que los asuntos de interés general se administren y gestionen en condiciones de equidad, imparcialidad, inclusión, legalidad y oportunamente. Este derecho, producto de una imaginación reflexiva respecto del ámbito público, que pudo ver la posibilidad de mejores futuros para todas y todos, es el derecho humano al buen gobierno.

Este derecho humano es, en ese sentido, una construcción conceptual que ha evolucionado y que, en todo caso, se vincula con otras libertades y derechos, al igual que con principios y valores democráticos como el derecho a la buena administración, la rendición de cuentas y la transparencia. Esta relación, en todo sistema democrático, es inescapable.

La idea de un buen gobierno, según Juan Bautista Alberdi, se refiere a la forma de ejercicio del poder en un Estado, caracterizada por incorporar ciertos elementos como la transparencia, la eficiencia, la rendición de cuentas, la participación de la pluralidad de agentes de la sociedad civil y también, la vigencia del Estado de derecho. Esta forma de ejercer el poder público implica la determinación del gobierno y de todas las instituciones, en el sentido de utilizar los recursos disponibles y limitados con que cuentan a favor del desarrollo social y económico. Dicho de otro modo, el buen gobierno es aquel que administra eficaz y eficientemente los recursos públicos para velar por la vigencia, el respeto y la efectiva garantía de las libertades y los derechos fundamentales de las personas; promover el desarrollo económico, social, cultural y de todo tipo, así como el fortalecimiento de sus instituciones.

El derecho al buen gobierno y a la buena administración, caben únicamente en una concepción amplia y progresiva de la democracia. En ese contexto, los principios, valores, prácticas, mecanismos y procesos que dan lugar a ella, como experiencia social compartida que se enriquece y nutre con su pluralidad, tiene como destino a las personas, a través del ejercicio de gestión y acción pública coordinadas, transversales y generadas en gobernanza.

Por ello, quizá, es la Constitución Política de la Ciudad de México la que expresamente contempla ambos derechos en su contenido. En este sentido, hago referencia a que la capital de nuestro país, desde su texto fundamental, se declara y asume como una ciudad de naturaleza intercultural, pluriétnica y pluricultural; guiada, en todo sentido, y entre otros, por los principios rectores de la dignidad humana, el respeto a las libertades y derechos humanos, el Estado democrático social, el ejercicio ético, responsable y transparente de la función pública y un ejercicio del poder, organizado conforme a la proximidad gubernamental y el derecho a la buena administración.

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Lo anterior, representa el marco conceptual e ideal en el que es posible una concepción amplia de democracia como la antes descrita, así como su progresivo desarrollo y avance. En este marco, los derechos a la buena administración y al buen gobierno son naturales; esto en el sentido de que son consecuencia lógica y necesaria del mismo. En ese orden de ideas quizá, es igualmente natural y lógico pensar en un derecho humano a vivir en ambientes libres de corrupción, mismo que deberá comprenderse en su relación instrumental y coordinación aplicativa de cara a los otros dos derechos antes mencionados y con los que este tercer derecho claramente guarda una indiscutible relación.

Sin embargo, en cualquier caso, será importante que, para que tales derechos cobren paulatina sustancia, en paralelo construyamos y demos vida a una estructura normativa, procesal e institucional que permita la existencia de efectivos mecanismos jurídicos de garantía respecto de ellos, así como de cualesquiera otros derechos que podamos concebir e imaginar como alternativas viables para conducirnos hacia una más democrática y mejor sociedad.

No dar este paso, es condenar a tales derechos, o a cualquier otro, a no ser concretados más allá de una consagración formal y a quedar vacíos tras su reducción a simples catálogos declarativos de aspiraciones sociales. Por ello, debemos entender que, tal como lo señala el autor Luigi Ferrajoli, establecer derechos y reconocerlos en textos constitucionales exige que los mismos sean tomados como normas sustanciales sobre la producción legislativa que les dote de vida. Vamos por el rumbo correcto. No podemos detenernos, sigamos avanzando.

Mtro. Julio César Bonilla Gutiérrez, Comisionado Ciudadano del INFO CDMX