Para unos, la elección del pasado domingo los atropelló. Llegó cual vorágine y arrasó con todos. A su paso dejó un remolino de emociones. En el camino quedaron sentimientos aplastados y sueños destruidos. Para otros, los comicios federales fueron una espiral de euforia impetuosa en ascenso a una apoteosis. Así de contrastante fueron las consecuencias humanas de la pasada jornada electoral. La dicotomía patética entre vencidos y vencedores.
El día posterior a los comicios federales comenzó en un ambiente en el que se entremezclaban la duda y el escepticismo, con triunfalismo y certeza. También predominaba una suerte de resaca colectiva que afectaba tanto a los derrotados como a los ganadores. El escándalo de la protesta y la algarabía del festejo había callado. Ahora el ruido venía de quienes se quejaban del resultado y de quienes lo defendían. Pero también de las palabras cargadas de rabia y las afiladas con burla.
Los opositores alegaban que los números de un sinfín de sábanas de resultados de casillas electorales no coincidían con los que mostraba el Programa de Resultados Electorales Preliminares del INE. Por lo que en redes sociales desfilaban incontables fotografías de material electoral y mensajes de indignación por un supuesto nuevo fraude electoral.
Hubo quienes incluso le exigieron a la candidata presidencial de la oposición respuestas y mayor transparencia. Teorizaban sobre una mentira o sobre una conspiración. Y es que el dilema surgía de los cambios drásticos que sufrió la conducta de la campaña opositora en seis horas. Primero, la candidata y su equipo se proclamaron ganadores de la elección, echando campanas al vuelo en un acto de enorme festividad; luego, aparecieron todos con caras largas reconociendo la derrota electoral. Así que, de acuerdo a los teóricos de la confabulación, en algún punto mintieron: o la oposición nunca tuvo al alcance cifras de las que se desprendiera un posible triunfo; o, de plano, cedieron a amenazas o a la voluntad del oficialismo que le exigió a la opción encabezada por Bertha Xóchitl Gálvez Ruiz sumisión y silencio frente a una victoria ficticia de la candidata oficialista.
Las imágenes ahí estaban. Sí eran evidentes las inconsistencias. También es cierto que la oposición modificó radicalmente su postura frente al resultado de la elección en tan solamente unas horas. Por eso también se empezó a hablar de que se trazó una elección de Estado.
La gente exigía a las oposiciones a negarse a reconocer el triunfo del oficialismo. Alegaban que, además de las discrepancias numéricas en los resultados preliminares con los conteos ciudadanos, la intervención del presidente de la república fue evidente y documentada, que los oficialistas en su elección mediante la cual se definió a quien postularían a la candidatura presidencial incurrieron en actos anticipados de campaña, que el litoral del Pacífico se encontraba en control del crimen organizado, y que el Golfo de México, también, que los veintidós gobernadores afines al titular del ejecutivo federal operaron en favor de las candidaturas oficialistas, que los programas sociales se utilizaron con fines electorales, que el crimen organizado inhibió el voto opositor y acarreó el voto oficial, y que se destinaron recursos no fiscalizables a las campañas oficialistas.
Las evidencias estaban a la vista. Pero faltaba justificar la enorme diferencia entre los sufragios obtenidos por el oficialismo y aquellos que recibió la oposición. Porque si bien es cierto que las incidencias descritas con anterioridad fueron notorias; no obstante, a simple vista parecieran insuficientes para ser el motivo del resultado de una victoria electoral tan apabullante como la del oficialismo. Consecuentemente, también surgieron voces que invitaron a evitar el uso de la palabra fraude.
Por supuesto que la discrepancia entre quienes consideraban que la elección había sido fraudulenta y los que reconocían el resultado generó encono. Los insultos no se dieron a esperar y la polarización política atizada desde el poder durante este sexenio migró a la disidencia, a los detractores del presidente. Ahora Andrés Manuel López Obrador había logrado que entre sus propios críticos se dividieran.
Sin embargo, un tema sí unía a todos el día después de la elección: el ridículo que representan las dirigencias de los partidos de oposición. El único clamor que sonó al unísono fue el que desde el primer minuto del pasado lunes demandaba a los dirigentes de los partidos opositores a renunciar a sus cargos. Porque fraude o no, sus partidos siempre fueron un lastre y el rotundo fracaso de la elección es también atribuible a esos dirigentes. Solamente la ciudadanía que participó en libertad quedó absuelta de cualquier condena. Al contrario, fue la gran protagonista de la jornada electoral.
El día después de la elección acabó siendo un galimatías de injurias y ofensas, pero también de una buena diversidad de hipótesis respecto a lo sucedido el día previo, el día de la elección. Una de ellas, ampliamente conocida, fue la de subestimar a las expresiones críticas del lopezobradorismo, arguyendo que éstas se quedaron enclaustradas en una burbuja epistémica y que ese era el motivo por el cual les resultaba imposible entender la dimensión del triunfo oficialista. Empero quienes esgrimían sin sustento esta teoría, hicieron caso omiso a las innumerables inconsistencias y fullerías que cometió el oficialismo durante y antes de la jornada electoral. De resultas, el día después de la elección fue un día más de polarización y malquerencia intensificados en este México a la deriva. Mañana mi última entrega sobre la elección: ¿qué aprendimos de la elección?
X: @HECavazosA