Estuve en Nueva York durante la semana y asistí a reuniones en Naciones Unidas. Todo era bullicio: 87 jefes de Estado, dos príncipes herederos, 45 jefes de gobierno, “Cumbre del Futuro”, “Semana del Clima”, conferencias sobre gobernanza y desarrollo en PNUD y CAF, reuniones de alto nivel en el Council on Foreign Relations, Council of the Americas, Atlantic Council, mesas redondas de todo tipo en los Think Tanks. Todo era un diálogo de las élites.

Mientras más escuchaba ponencias y preguntas, más recordaba los análisis que leí hace muchos años sobre la obra monumental de Edward Gibbon, “Historia de la decadencia y caída del Imperio romano”. Ahí se relata cómo el liderazgo de las élites, la corrupción y los fracasos de la gobernanza contribuyeron tanto al éxito imperial de Roma como a su posterior colapso.

Gibbon destaca que el éxito inicial de Roma, en particular durante la República y las primeras etapas del Imperio, estuvo impulsado en gran medida por la competencia, la disciplina y la ambición de sus élites. Senadores, generales, intelectuales y estadistas, desempeñaron un papel crucial en la expansión del estado romano y la administración de sus vastos territorios.

La élite romana se distinguía por su sabiduría política y liderazgo militar. Figuras como Julio César, Augusto y Trajano ejemplifican las virtudes del gobierno de élite. Augusto, por ejemplo, es representado como un líder astuto que, después del caos de la guerra civil, estabilizó el imperio y estableció estructuras que aseguraron su longevidad durante varios siglos. El compromiso de la élite con los ideales republicanos, las instituciones legales y la destreza militar permitieron que Roma floreciera, preparando el escenario para la Pax Romana.

Gibbon también reconoce el papel de las élites romanas en el fomento de la vida intelectual y cultural. El mecenazgo de las artes, la literatura y la filosofía por parte de emperadores como Augusto y Adriano ayudó a crear un entorno cultural floreciente que contribuyó a la cohesión del imperio. Las élites fueron mecenas de proyectos arquitectónicos, de ciencias y educación, todo lo cual promovió la unidad y un sentido de identidad romana en todo el imperio.

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A medida que la narración avanza, Gibbon ofrece una crítica mordaz de cómo la decadencia moral y política de las élites jugó un papel central en la caída del imperio. La erosión de la virtud cívica entre la clase dirigente fue uno de los factores clave que llevaron a la desaparición de Roma.

La decadencia moral de las élites romanas fue un factor crítico en la decadencia del imperio. Con el tiempo, la clase dirigente, otrora virtuosa, se vio consumida por el lujo, la decadencia y el interés propio. Esto fue particularmente evidente en el comportamiento de muchos emperadores y sus cortes, donde la corrupción, la indulgencia personal y la intriga política socavaron la fuerza y la unidad del imperio. Emperadores como Cómodo, Nerón y Calígula son representados como ejemplos de cómo la corrupción de la élite debilitó las instituciones de Roma, despilfarró sus recursos y erosionó la confianza pública en el liderazgo.

Gibbon admiraba el ideal romano de la virtud cívica: la idea de que los ciudadanos, en particular las élites, debían priorizar el bienestar del Estado por encima de sus ambiciones personales. Durante la República, las élites romanas se habían adherido en gran medida a este principio, dedicándose al servicio público y la excelencia militar. Sin embargo, a medida que el imperio se hizo más rico y poderoso, este sentido del deber y la responsabilidad se desvaneció. Las élites se interesaron más en la riqueza personal, el placer y el poder que en el bien común, lo que llevó a un mal gobierno, un liderazgo ineficaz y conflictos internos.

Otro aspecto importante es el cambio de una clase dirigente de élite participativa en la República a una burocracia más centralizada y autocrática durante las últimas etapas del Imperio. La República romana temprana se caracterizó por una clase dirigente que compartía el poder y participaba en la toma de decisiones a través de instituciones como el Senado. Sin embargo, a medida que los emperadores consolidaron el poder, el papel de las élites disminuyó hasta convertirse en una clase más pasiva y servil. Esto creó un sistema en el que los emperadores ejercían un poder sin control, nombrando funcionarios corruptos o incompetentes y marginando a las élites tradicionales que alguna vez tuvieron un interés en la salud del imperio.

Gibbon también enfatiza el papel de la explotación de los recursos del imperio por parte de las élites como causa de la decadencia. La élite romana, particularmente durante las últimas etapas del imperio, se centró cada vez más en el enriquecimiento personal. Acumuló vastas propiedades y riqueza mientras sobrecargaba la economía del imperio con fuertes impuestos y políticas fiscales opresivas. Esta mala gestión económica, junto con la creciente desigualdad entre la élite adinerada y la población en general, contribuyó al malestar social y debilitó la base económica del imperio.

Gibbon identifica varias consecuencias clave de los fracasos de las élites que contribuyeron directamente al colapso del Imperio romano:

Inestabilidad política: a medida que el imperio crecía, la calidad del liderazgo de las élites se deterioró. Las sucesiones solían ser violentas y las élites competían cada vez más por el poder mediante la intriga y la traición en lugar de hacerlo por el mérito o el deber cívico. Esto llevó a frecuentes cambios de liderazgo, lo que desestabilizaba al imperio y lo hacía vulnerable a las amenazas externas.

Decadencia militar: la decadencia moral de la élite también afectó al ejército romano, que alguna vez fue la columna vertebral de la fuerza del imperio. La clase gobernante se interesó menos en el servicio militar y se centró más en su propia riqueza y comodidad. Las legiones romanas, que alguna vez estuvieron llenas de ciudadanos disciplinados y dedicados, pasaron a estar cada vez más compuestas por mercenarios y tropas extranjeras. Esto debilitó la capacidad del imperio para defenderse de las invasiones.

Pérdida de la confianza pública: la corrupción y la incompetencia de la élite llevaron a una pérdida de confianza entre la población en general. A medida que la clase dirigente se desvinculó más de las necesidades y preocupaciones de los romanos comunes, las instituciones del imperio perdieron legitimidad. Esto facilitó que los enemigos externos, como las tribus bárbaras, explotaran las debilidades internas de Roma.

Cambios religiosos y culturales: el ascenso del cristianismo está vinculado con la decadencia de Roma; la nueva religión promovió un enfoque en la salvación espiritual en lugar de la responsabilidad cívica. Se puede especular que el cristianismo debilitó el espíritu marcial de la élite romana y contribuyó a la pérdida de los valores romanos tradicionales. Esto, a su vez, aceleró la decadencia del imperio al socavar el poder unificador del estado romano.

La obra de Gibbon nos sirve como reflexión y advertencia de lo que ha ocurrido en nuestro país sobre los peligros de la decadencia moral de las élites y la mala gestión política. Cuando las élites pierden su sentido del deber hacia el Estado y se centran únicamente en su enriquecimiento personal, corren el riesgo de socavar los cimientos mismos de la fuerza y la unidad nacionales. La decadencia de Roma no era inevitable, pero se aceleró por los fracasos de la misma clase que una vez la hizo grande.

En el desarrollo de nuestro país, a lo largo de la historia, las élites (ya sea que se definan por su riqueza, educación, influencia política o liderazgo cultural) han desempeñado un papel indispensable.

Si bien el término “élite” suele conllevar connotaciones negativas de privilegio y desigualdad, es importante reconocer que las élites, cuando funcionan de manera eficaz, son vitales para dirigir el progreso de una nación. Sus contribuciones a la gobernanza, el crecimiento económico, el liderazgo intelectual y la cohesión social han tenido un profundo impacto en la trayectoria de las civilizaciones.

Su liderazgo, innovación y gestión han dado forma a la trayectoria de las naciones, permitiendo que las sociedades crezcan, se modernicen y prosperen. Si bien el papel de las élites debe equilibrarse con la rendición de cuentas y el compromiso con el bien público, sus contribuciones al desarrollo nacional no pueden subestimarse.

En un mundo cada vez más complejo e interconectado, el liderazgo y la experiencia de las élites siguen siendo vitales para abordar los desafíos globales y nacionales del futuro.