Confieso que no sabía quién era Amber Heard hasta antes del juicio por difamación sucedido recientemente. No sabía que era exesposa del actor Johnny Depp, no tenía idea en que películas aparecía, y para ser sinceros, tampoco me importaba. No soy muy afecto a los chismes de la farándula, pero el circo mediático en el que se convirtió el juicio por difamación vino a copar todos los espacios en redes sociales, al punto que era imposible no dar seguimiento a lo que sucedía en el estado de Virginia (Estados Unidos).

La resolución en favor de Johnny Depp vino a hacer la cereza del pastel en un caso que ya estaba ganado por adelantado, ya que, sin importar el veredicto final, la audiencia ya había formado una opinión pública favorable a Depp, condenando sin piedad cada una de las acciones de Amber Heard. Más allá de que lo anterior se volvió la comidilla diaria en las últimas semanas, lo mediático del caso hacen necesario reflexionar en sus posibles repercusiones para el feminismo, y en lo particular, para las mujeres que han sido víctimas de violencia (de cualquier tipo).

A diferencia de otros pesos pesados de Hollywood como Harvey Weinstein o Bill Cosby, sobre Johnny Depp no pesaba una larga lista de mujeres apuntando con el dedo las atrocidades de sus actos, si bien era sabido de sus escándalos fuera del set y su consumo desenfrenado de alcohol y drogas, el actor parece no encarnar el prototipo de depredador violento de mujeres. Johnny Depp es por demás carismático y su carrera dando vida a memorables personajes como el Capitán Jack Sparrow, a Edward “el joven manos de tijera”, o el “sombrerero” en la adaptación de Alicia en el país de las maravillas, entrañan la memoria de millones de fanáticos.

Por el contrario, Amber Heard se vio atrapada durante el juicio en una serie de contradicciones que adquirieron particular indignación dentro del público, una vez que ella misma se había alzado como una sobreviviente y una figura representativa del movimiento #metoo dentro de Hollywood. Lo anterior desató un linchamiento masivo en redes sociales como pocas veces se había visto, vilipendiando a la actriz hasta excesos preocupantes.

Distintas voces han pedido mesura en lo anterior, si bien Heard dista por mucho de ser la “víctima perfecta” (el prototipo de mujer buena e indefensa que ha sido abusada sin haberlo provocado), inclusive después del juicio y de la presentación de cientos de pruebas, es imposible saber a ciencia cierta las dinámicas de violencia dentro de dicho matrimonio. Sin embargo, la narrativa colectiva parece impulsar la noción de que una víctima debe estar completamente libre de pecado para poder serlo, o que una persona que no es violenta todo el tiempo difícilmente puede ser un “violentador”.

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Reforzar la idea anterior es preocupante, sobre todo en países como el nuestro, en donde aquellas mujeres que no cumplen con el perfil de “víctimas perfectas” son tratadas como víctimas de segunda categoría. Para botón de muestra solo hay que recordar el caso de Danna, la adolescente de 16 años asesinada en Baja California, y en el que fiscal de dicho estado se encargó de revictimizar al sugerir que lo anterior había sucedido porque “la niña traía tatuajes por todos lados”. O el caso de Debanhi Escobar en Nuevo León, la joven que muchos culpabilizaron de su propio asesinato por andar sola a altas hora de la noche.

Considerando que, en México, de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), dos de cada tres mujeres han sido víctimas de violencia, resulta alarmante que reforcemos la narrativa de que una víctima solo será considerada como tal, si no tiene ningún tipo de mancha en su expediente, y su violentador cumple cabalmente con la imagen de “monstruo”. No defiendo ni tengo la mínima simpatía por Amber Heard, pero considerando la ola de feminicidios y de violencia en contra de la mujer que azota nuestro país, pedir víctimas perfectas no hará nada más que agravar la situación.

Desafortunadamente, es probable que el caso Johnny Depp vs. Amber Heard se vuelva un referente, tanto en México como en otras latitudes, para desestimar acusaciones de violencia machista cuando los protagonistas no encajen con el prototipo ideal de víctima y victimario. Lo anterior implicará que muchas víctimas decidan callar para evitar el morbo y la denigración del escrutinio público sobre sus propias vidas personales. Lo que es peor, hará aún más insensible a la opinión pública que dudará de la víctima si esta no es capaz de demostrar con prueba en mano que en efecto ha sido agredida.

El movimiento #metoo, que en su momento permitió a miles de mujeres liberarse de las ataduras del silencio, hoy es cuestionado en hasta qué punto se le puede creer a una mujer, o si quien es acusado de agresor automáticamente pierde toda credibilidad o no. Curiosamente, en 2018, un grupo de feministas francesas ya habían advertido que el movimiento #metoo podría descarrilarse si se consideraba a todas las mujeres buenas y a todos los hombres malos, tal cual, blanco y negro, sin considerar la escala de grises en medio. El caso Depp vs. Heard parece darles la razón en este sentido.

Sinceramente, no sé si Johnny Depp violentó o no a Amber Heard, o si fue ella la que difamó al actor, como he dicho antes, hay más obscuridad que luz en dicho caso. Sin embargo, de lo que estoy seguro es que colectivamente hemos dado pasos hacia atrás, y que hay infinidad de víctimas imperfectas que hoy no podrán, o no se atreverán a hablar, por miedo a la tormenta que nuestro morbo por el amarillismo acaba de crear.

El autor es Doctor en Política Social por la Universidad de Edimburgo