En estos últimos cinco días dos eventos me han llamado la atención:
1. El discurso del joven Secretario del Trabajo y Previsión Social, Marath Baruch Bolaños López, en Monterrey, el pasado 17 de agosto, en el que afirmó que México no vive un periodo de cambios, sino un cambio de periodo. La frase es profunda porque para que se suscite un cambio de periodo es indispensable que se dé una ruptura de ideas, creencias y paradigmas. No existe mejor ejemplo que el del advenimiento del Estado Moderno, cuando en la revolución francesa se abolió el poder absoluto del monarca, considerado como divino, y se consagró la libertad e igualdad de los hombres ante la Ley, adoptándose en 1789 la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En México – durante este periodo histórico – se tendría que hablar del fin del neoliberalismo y del surgimiento de un nuevo modelo, al que el presidente López Obrador ha denominado “humanismo mexicano”.
2. La columna del economista Gerardo Esquivel (“El farol y la reforma judicial”), en la que implícitamente pone en duda la continuidad del “humanismo mexicano”, afirmando que “una reforma judicial mal encaminada podría ser la vía más segura para continuar por una senda de crecimiento mediocre”. Una economía sin crecimiento o con una raquítica inversión productiva, impediría generar la riqueza necesaria para soportar un modelo sustentado en la equidad, el desarrollo social y la generación de empleos. Todo modelo de desarrollo social requiere, en efecto, de la creación de riqueza para hacerlo sustentable: la riqueza se puede compartir, la pobreza no, sólo se padece.
Los antagonismos en la implementación de la reforma judicial pueden llevar a un contexto económico indeseable; por eso es importante su pronta resolución. La posición de la presidenta electa de “separar la impartición de justicia del poder económico” parece sensata, si existiese efectivamente esa sumisión; pero resulta acotada si no se garantiza una impartición eficiente con cuadros humanos suficientemente preparados, en donde el denominador común sea la excelencia. El modelo de elección democrática es irreversible y se caminará inevitablemente con los zancos de la impericia; sin embargo, esto es preferible a la ausencia de justicia que ahora trae consigo el paro de labores de magistrados y jueces, en el que demandan se tome en cuenta sus consideraciones y propuestas dentro de la reforma judicial.
Esta situación lleva a un impasse porque la esencia de la reforma se sustenta en la designación de puestos por elección popular, lo que anula el ascenso escalafonario que propicia la carrera judicial; además los legisladores que encabezan esta reforma alegan que ya se consideraron los comentarios y las propuestas realizadas en los foros que se hicieron exprofeso. Ante este callejón sin salida, es factible que se adopten decisiones extraordinarias y que la remoción de ministros, magistrados y jueces se dé inclusive antes del 1⁰ de junio de 2025, fecha prevista para la primera elección popular. Por supuesto, se da como un hecho de que la reforma judicial se aprobará por existir mayoría calificada al momento de votar en el congreso general y en las legislaturas de la mayoría de los Estados.
Es indudable que siempre debe prevalecer el interés general sobre el de los particulares, pero en este caso se está vulnerando la independencia de un poder del Estado, como lo es el Poder Judicial, cuya tarea también es procurar el bien de todos y de cada uno de los ciudadanos. Es difícil en este entorno definir cuál es el bien mayor y cuál es el menor; por eso se recurre a un término consustancial a toda democracia: “la voluntad popular”.
El resultado de las elecciones del 2 de junio se configura, así, como un “mandato del pueblo” para llevar a cabo la reforma judicial; se alude, así, a un concepto inapelable. Históricamente la voluntad general le dio sustento al nacimiento de las democracias modernas, cuando al finalizar la década de los ochenta del siglo XVIII se reemplazó la voluntad del monarca por la voluntad emanada del pueblo. Cierto, en una democracia el pueblo manda, no obstante, las instituciones judiciales han sido creadas a partir de ese mismo mandato popular; por ello tienen como propósito satisfacer también las necesidades básicas de nuestra sociedad. Y aquí estamos hablando de la necesidad de impartir justicia.
No se puede decir superficialmente que “nada va a pasar”, cuando habrá un retraso en los procesos judiciales y, sobre todo, cuando la reforma no elimina, por sí misma, la posibilidad de horadar la autonomía del Poder Judicial que por su naturaleza debe ser imparcial; aun cuando ahora, pudiera no serlo idealmente. El sentido de cualquier reforma debería ser el de fortalecer la independencia del Poder Judicial, lo que significa alejar al Poder Judicial lo más posible de la influencia del poder ejecutivo, ya sea el federal o los estatales. Más que una elección se requiere de un reforma con un código de ética multidimensional que garantice: 1) la probidad en el ejercicio de la función judicial; 2) la natural preparación del juzgador que debe rondar en la excelencia; y 3) la plena libertad en la toma de decisiones de los jueces y magistrados para hacer efectiva la anhelada imparcialidad.
Parecería fácil ser juez, pero no lo es. La prudencia sólo la da el tiempo y la preparación, se vive en un mundo complejo de intereses y de antagonismos; en donde con el pleno conocimiento del derecho es necesario dilucidar entre las garantías individuales y el interés público; o entre la preminencia del mercado y los objetivos superlativos del Estado; o entre la soberanía nacional y la tendencia creciente de tener un país cada vez más abierto al mundo; o entre el debido proceso y la imperiosa necesidad de castigar a aquellos que atentan contra la paz social y el Estado. La crítica hacia el Poder Judicial resulta reduccionista si sólo se quieren observar situaciones perversas; entre ellas la liberación de peligrosos delincuentes durante los fines de semana, como lo hacen los críticos acérrimos.
El código de ética entre los poderes es necesario para no demeritar la justicia, no sólo para garantizar la plena libertad en las resoluciones judiciales, sino para proteger la vulnerabilidad ante otros poderes fácticos. Recién en la conferencia matutina del 20 de agosto, el presidente López Obrador se acordó de que era indispensable incluir cláusulas relacionadas con la protección de los jueces ante posibles amenazas del crimen organizado.
Nuestra sociedad requiere de certidumbre para armonizar su desarrollo económico, no debe olvidarse que sólo un entorno legal sólido posibilita el crecimiento de las inversiones productivas y la estabilidad financiera. Se requiere, sí, de leyes justas, pero también de su aplicación imparcial. ¿Quién podría invertir si existiese la proclividad de los jueces y magistrados de someterse a las decisiones del ejecutivo? Aclaro que no estoy defiendo a nadie, menos a infractores como el señor Salinas Pliego, que es un evasor fiscal contumaz.
El presidente rompió con paradigmas y estamos, en efecto, ante un nuevo modelo que se caracteriza por un consenso ético en el que se promueve el bienestar de las mayorías a través de incrementar el gasto del Estado con fines sociales y para la provisión de bienes y servicios básicos que detonan el desarrollo y la sustentabilidad de varias regiones del país (nada más preciado que el agua). También alejó tabúes que existían en la conciencia de muchos economistas porque hizo evidente que es posible democratizar y ampliar el gasto público si se cuentan con objetivos selectivos que no afecten el equilibrio fiscal y nuestra capacidad de endeudamiento.
Rompió con el supuesto ortodoxo de que un incremento en los salarios presionaba al desempleo y a los precios; además de que actuó en forma decidida contra una estrategia que ancló a los salarios reales por un periodo de 36 años, bajo el supuesto de que ello iba a propiciar altas tasas de crecimiento económico; al final este anclaje fue calificado como un dumping por nuestros socios comerciales. Ni inflación ni desempleo porque los salarios anclados durante tanto tiempo terminaron siendo tan bajos que eran marginales a los costos de producción. Se requería de un cambio radical y así lo hizo: el incremento de los salarios nominales nunca debe ser menor a la tasa inflacionaria anual.
Hay cambio de paradigma porque se ha privilegiado el derecho humano a una mejor vida de amplios sectores de nuestra población, sobre todo de los adultos mayores, generando un programa de apoyo expreso para ellos y elevando la tasa de reemplazo de los nuevos pensionados a 100%. También con los programas sociales ha reconciliado a los jóvenes con el Estado y con ello, se persigue el fin siempre cualitativo de ampliar su desarrollo humano.
¿Cuánto durará este nuevo etapa en la vida nacional, denominado humanismo mexicano? Por ser tan benigno lo deberíamos cuidar y no ponerlo en riesgo con procesos que pueden ser regresivos por no estar debidamente analizados y estructurados, como es el caso de esta reforma judicial.