En la conferencia de prensa del 7 de enero, el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, agitó las aguas —literal y figurativamente— con propuestas que parecían extraídas de un manual de fantasía imperialista. Entre ellas, destacó la idea de renombrar el Golfo de México como el “Golfo de América”, un gesto que suena tan audaz como ignorante del derecho internacional y las relaciones diplomáticas.

El cambio de nombre de un cuerpo de agua como el Golfo de México no es, ni de cerca, una decisión unilateral que un país pueda tomar en solitario. Existe un marco normativo internacional que regula estos asuntos, comenzando con la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CONVEMAR). Esta convención establece que las denominaciones de mares, golfos y otros accidentes geográficos marítimos deben ser aprobadas por la Organización Hidrográfica Internacional (OHI), un organismo especializado de la ONU. El proceso para aprobar un cambio de nombre no es un capricho: requiere la aprobación de al menos dos tercios de los Estados Miembros de la OHI, seguido de una ratificación formal por parte de los países involucrados.

En este caso, el Golfo de México es una región marítima compartida por tres naciones: México, Estados Unidos y Cuba. Por tanto, cualquier cambio en su denominación tendría que pasar no solo por la OHI, sino también por los congresos de estas naciones y, eventualmente, por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Este tipo de iniciativas requiere consenso diplomático, negociación y, sobre todo, respeto por los derechos de las naciones afectadas.

Políticamente, es imposible que Cuba se prestare a una propuesta de tal nivel. No solo por el historial de tensiones desde la revolución cubana encabezada por Fidel Castro, tampoco por la confrontación de ideologías antagónicas.

La propuesta de Trump carece también de viabilidad legal. Al ser unilateral, viola el principio de soberanía que protege los intereses de las naciones vecinas. Además, renombrar un mar tan emblemático podría ser una provocación.

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Si Trump intentara avanzar con su ocurrencia, México podría recurrir a instancias internacionales como la Corte Internacional de Justicia o el Consejo de Seguridad de la ONU. Nuestro país tiene argumentos sólidos respaldados por acuerdos multilaterales que protegen la denominación y el uso de zonas marítimas compartidas.

El trasfondo de esta propuesta también merece análisis. La amenaza de renombrar el golfo busca proyectar una frágil postura de dominio regional. A pesar de los auges de la globalización, Estados Unidos ha experimentado la decadencia de su sociedad, condenada a un bucle de adicciones, tiroteos y desigualdad; su economía se ha debilitado mientras que la de China se fortalece. Sus medidas anunciadas, aunque parecieran duras y firmes, en realidad son desesperadas. No es gratuito que la presión contra México tenga de por medio el reclamo de la mercancía China, alegando que, mediante nuestro país, se introducen precursores para producir fentanilo a EU, pero materializándose en decomisos de mercancía procedente de ese país junto con impuestos y mayores costos a toda la mercancía de plataformas electrónicas asiáticas.

Donald Trump busca crear un terror psicológico que en el fondo, contiene una amenaza de supuesta conquista que sirve también para alimentar una narrativa nacionalista que apela a sus bases. Sin embargo, este tipo de gestos simbólicos —y vacíos en términos de viabilidad— tienen el potencial de erosionar relaciones diplomáticas con países vecinos. Aunque la diplomacia no es el fuerte de Donald Trump, su estrategia tiene que ver con colocar al extremo de las cuerdas a Canadá para lograr sumar su apoyo en apoyar cualquier estrategia expansiva hacia México, en cuyo caso, por supuesto que la negociación de un nombre sería lo menor.

El Golfo de México no es solo un accidente geográfico; es un testimonio vivo de la historia compartida y, a veces, conflictiva entre tres naciones. Cambiar su nombre sin consenso sería un acto que desdibujaría no solo fronteras simbólicas, sino también la confianza entre los países involucrados. En el peor de los casos, el combo de vicisitudes entre las tensiones de Estados opositores que amenazan con su “independencia” y deseo de adherirse a Estados Unidos, como Nuevo León y Querétaro o las condiciones de ingobernabilidad en sitios como Sinaloa, que lleva más de 120 días en fuego, podría colocar en aprietos al gobierno mexicano.

En resumen, la idea de Trump de convertir el Golfo de México en el “Golfo de América” no solo desafía el sentido común, sino también las normas internacionales. Y, como bien lo demuestra la historia, los nombres no son solo nombres; son también banderas de identidad, soberanía y resistencia en nombre de las cuales se erigen guerras.