Todos los días escucho y más ahora, que la reforma al poder judicial es un mandato del pueblo; también que la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados significó la voluntad popular para que se aprueben todas las iniciativas de reforma presentadas por el ejecutivo federal. Insisto que es difícil concebir cuál fue el sentido del voto del pueblo. Mi opinión es que la gente emitió su voto por algo más significativo: mejorar sus condiciones de existencia. Esto es lo que ha permitido a la 4T contar con una mayor aprobación social, tal como se demostró en las urnas. Tanto la democracia como la libertad, primero, se sienten en los bolsillos y nada más aberrante para hacerlas valer que la desigualdad social.
La democratización del presupuesto público mediante programas sociales ha tenido un efecto positivo para millones de mexicanos que se encontraban en la pobreza. Los datos del Coneval sobre este tema se van a actualizar en 2025, con los avances hasta 2024; y no dudo que el abatimiento de la pobreza rebase por mucho los 5.1 millones observados de 2018 a 2022. La población con un ingreso inferior a la línea de pobreza por ingresos pasó, así, de 49.9 a 43.5% con respecto a la población total entre los años de referencia.
Las transferencias hacia los estratos más pobres de la población son la base que legitiman la política fiscal; por eso, es importante observar la diferencia que existe en el coeficiente de Gini antes y después de las transferencias. Entre mayor sea la diferencia mejor será el efecto distributivo, de acuerdo con INEGI en 2022 disminuyó de 0.460 a 0.402 puntos. Es factible que en 2024 el coeficiente de Gini después de transferencias sea inferior a los 0.400 puntos, lo cual sería un logro histórico para México en materia de desigualdad, al ajustar más las disparidades entre los estratos más favorecidos y los de menores ingresos. Esto haría aún más fehaciente los efectos distributivos de la política fiscal.
Sin embargo, no existe nada más importante para tener un sistema menos desigual que la implementación de una correcta estrategia salarial. El incremento de los salarios reales propicia una corrección endógena y despresuriza la presión fiscal que se deriva de las transferencias del Estado, cuyos recursos tienden a ser limitados. La inducción que efectúa el gobierno federal entre el sector patronal y los representantes de los trabajadores para fijar salarios es la mejor forma de propiciar relaciones justas entre los factores de la producción; desde luego, lo más correcto siempre será ampliar la capacidad adquisitiva de los trabajadores, separándolos cada vez más de las líneas mínimas de bienestar. Esto es lo que ha hecho muy bien el gobierno del presidente López Obrador, como se observa en la siguiente gráfica:
La propuesta de reforma al artículo 123 constitucional de actualizar los salarios anualmente considerando la tasa inflacionaria evitará en lo sucesivo el continuo deterioro, que los situó en niveles de hambre. ¿Cómo entender que los salarios mínimos perdieran su capacidad adquisitiva en 68%, durante el periodo 1970 a 2012? Hubo cierta mejoría durante el gobierno del presidente Peña Nieto, pero esa gestión sólo sirvió para situar la pérdida en 65 puntos porcentuales con respecto a lo observado en 1970.
Las estadísticas indican que hasta 2016 prevaleció una concepción limitada respecto al salario, al verlo como un simple costo de producción: mantenerlo bajo era un factor que proporcionaba ventajas comparativas sobre los demás países en materia de inversión, incluso, para nuestros socios comerciales se convirtió en un “dumping”. Esta concepción poco potenció nuestra tasa de crecimiento económico al contraer el mercado interno.
El despropósito de anclar los salarios no sólo se debió a decisiones de política económica, sino al sometimiento vergonzoso de los representantes de la clase trabajadora a los gobiernos del PRI y del PAN. Sin una defensa efectiva a los derechos laborales se profundizó la pobreza de millones de personas y de familias.
La política salarial del presidente López Obrador ha sido, por su impacto, sumamente cualitativa: redujo el deterioro a 26% en relación con 1970 e incrementó el nivel del salario mínimo en 5.4% con respecto al último año de gobierno del presidente López Portillo ¿Cuál será la estrategia salarial que emprenderá Claudia Sheinbaum?
Hay que destacar que la presidente electa continuará con la línea de mejorar salarios, sin embargo, ha definido una meta por demás encomiable: que el salario mínimo sea suficiente para cubrir 2.5 veces la canasta básica por día en 2030. Si se toma en cuenta el precio de la canasta básica alimentaria y no alimentaria de abril de 2024, esto significaría ubicar al salario mínimo mensual en 11 mil 288 pesos; esto es, 51% más con respecto al actual, que es de 7 mil 468 pesos. Sin considerar el natural incremento derivado de la tasa inflacionaria y dentro de un enfoque gradual, esto llevaría a un aumento anual promedio durante los próximos seis años de 8.5%.
El enfoque de Claudia Sheinbaum coincide con la mejor tradición del pensamiento económico, al concebir que el salario es más que una simple remuneración. El gran economista inglés David Ricardo, autor de uno de los más importantes textos de la ciencia económica (“Principios de Economía Política y Tributación”) fue el primero en concebirlo al distinguir que el trabajo tenía un precio natural y un precio de mercado. El precio natural –dice– es aquel necesario para sostener a los trabajadores y añade: “el poder de los trabajadores de sostenerse a sí mismos y a la familia… No depende de la cantidad de dinero que se pueda recibir, sino de la cantidad de comida, comodidades y sus necesidades…Que el dinero pueda comprar”. Concebía que este precio natural estaba limitado por la baja productividad que predecía la ley malthusiana. Debo aclarar que estamos hablando de la Inglaterra de las dos primeras décadas del siglo XIX; nadie podía sospechar en ese entonces que las revoluciones tecnológicas iban a propiciar un incremento continuo de la productividad, así como el natural escalamiento de los salarios reales.
A partir de David Ricardo, una columna vertebral de economistas como Keynes, Kalecki, Veblen y Sraffa han señalado que el salario no es una simple resultante de los coeficientes técnicos de producción, sino que está influido por normas sociales con un alto contenido ético, que atemperan en algún grado el comportamiento egoísta de los capitalistas en su búsqueda de máxima utilidad; es decir, que en la determinación del salario existe un conjunto de valores que están fuera de la simple oferta y demanda de trabajo. Este planteamiento ético ha permitido regenerar al capitalismo a partir de dos premisas sustantivas: que mejores salarios y en general, mejores condiciones de existencia amplían los niveles de productividad; y que el incremento de la producción requiere del natural ensanchamiento del consumo. La productividad carecería de vitalidad si los mercados se estancaran o se contrajeran, eso sería a nivel de un país, como México, o, a nivel mundial; dicho de otra forma, la productividad requiere de la continua expansión de la demanda.
A esta pléyade de economistas se les cataloga como progresistas y más aún como de “izquierda”. En realidad, las aportaciones de Keynes sirvieron para restaurar las condiciones de existencia de millones de trabajadores que padecieron la crisis de 1929, una de las peores de la historia. Su intención fue encontrar los mecanismos para reactivar una economía que estaba en una grave depresión; lo que quería era salvar al capitalismo, no destruirlo como planteaba Marx.
Lo grave es que a partir de ese momento -más allá de lo que concebía el propio Keynes- surgió la ilusión en los países pobres y emergentes de que era posible crecer con el simple gasto del Estado, sin tomar en cuenta el equilibrio fiscal. Ese espejismo que se define como populismo, por sus efectos, mantuvo postrado a México durante los años ochenta del siglo pasado y ha llevado a la Argentina a la peor crisis económica y financiera de su historia económica moderna.
Claudia Sheinbaum tiene claro que se puede crecer a partir del incremento de los salarios, es decir, que se pueda potenciar el crecimiento desde abajo; siendo un factor positivo para mantener los equilibrios macroeconómicos básicos. Resulta sensato hacer que el salario mínimo aumente gradualmente hasta alcanzar un nivel razonable; además de que se cuenta ya con la opinión favorable de sectores patronales y financieros. La estrategia tiene un efecto transversal positivo en los ingresos reales de todos los estratos de trabajadores (no sólo de los que perciben el salario mínimo) con dos consecuencias: aumenta la calidad del mercado de trabajo e incide en una menor informalidad, lo que potencia la productividad promedio del país; y mantiene en continuo crecimiento al mercado interno.
La palanca de desarrollo planteada por la presidenta electa es la adecuada: nada mejor que impulsar el desarrollo del país a partir de los acuerdos entre los factores de la producción, capital y trabajo, deteniendo progresivamente la presión fiscal que conlleva el generar más y más programas sociales. Debe decirse que los recursos fiscales terminarían por ser insuficientes de no corregirse estructuralmente la pobreza que desalienta a la productividad. La esperanza debe materializarse en el próximo sexenio: México debe consolidarse como una potencia económica y para ello se requiere de un trabajo bien remunerado.