Con miras a las próximas elecciones presidenciales, ha resurgido nuevamente la discusión en torno a la pertinencia de contar con un modelo financiamiento de campañas electorales a la mexicana o uno mejor adaptado al estilo estadounidense. Ambos presentan claroscuros.

Veamos. El modelo mexicano se caracteriza por un financiamiento público, es decir, con dinero de los contribuyentes. La Cámara de Diputados, conforme a sus competencias en materia presupuestal, asigna partidas a cada uno de los partidos políticos, de acuerdo a los resultados de las elecciones anteriores y a la presencia de los partidos en el Legislativo.

La ejecución de estos gastos de campaña es -o debe ser- supervisado por el INE. Este, de acuerdo a su marco legal, está facultado para sancionar a los partidos políticos que incumplan con las disposiciones previstas en la ley electoral, desde el rebase en topes de campaña hasta la recepción de dinero ilegal.

Este modelo permite evitar, o si se quiere, limitar, que empresas privadas realicen acciones de cabildeo mediante la aportación de grandes sumas de recursos en favor de uno u otro partido, lo que favorece, en principio, un piso más o menos parejo para la justa democrática.

Desafortunadamente, en la práctica el INE se ha visto limitado por la abierta y flagrante violación de ley electoral por parte de todos los partidos políticos. Échese un vistazo el bochornoso caso del Partido Verde.

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En el caso de Estados Unidos, a diferencia del modelo mexicano, se caracteriza por el financiamiento privado. Tras la sentencia de la Suprema Corte conocida como Citizens United, las empresas estadounidenses no están limitadas para ofrecer donaciones a los candidatos y a los partidos.

Mientras el modelo estadounidense exime a los ciudadanos de que su dinero sea utilizado para fines de campañas electorales (como el caso mexicano) da lugar a un sinnúmero de casos de conflicto de interés marcados por la presencia de grandes empresas apoyando a un determinado candidato.

Véase el caso de la National Rifle Association y su respaldo a Donald Trump y a los candidatos republicanos. Estos, una vez instalados en sus curules y otros cargos públicos, se vuelven incapaces de atentar contra los intereses de sus patrocinadores, en un prístino ejemplo de resultado de cabildeos anti democráticos.

En suma, ambos modelos de financiamiento presentan pos y contras. Mientras uno resguarda a los partidos de la intromisión de los grandes intereses privados pero con enormes lagunas en su implementación, el otro abre la puerta a la sujeción de las empresas sobre el interés público. ¿Cuál es mejor? El debate está abierto.