Hace más de 50 años debo haberlo leído en un libro de Bertrand Russell —si la memoria no me falla yo estudiaba la preparatoria—. El célebre filósofo se burlaba de ciertas supersticiones relacionadas con la religión, como esa que cada mil años pone de moda el fin del mundo. Cada mil años, en efecto.
Russell contaba que, en algún poblado de Europa, en los meses previos a la llegada del año 1000 el clérigo pronunciaba impetuosos sermones acerca del apocalipsis e invitaba a la gente creyente que le escuchaba a arrepentirse de sus pecados y prepararse para el final de los tiempos.
No cambiamos. Antes del año 2000 la humanidad vivió aterrorizada por el Y2K, el espantoso error informático que iba a llevar al mundo al colapso. No hubo tal catástrofe universal y aquí seguimos.
Vuelvo al año 1000. En aquel poblado de Europa la gente tenía mucho miedo —el fenómeno se repetía, supongo, en todas las sociedades cristianas de la época—.El miedo era explicable: el mundo se iba a acabar.
Por fortuna, en la villa de la que hablaba Russell, el religioso aparentemente tan convencido del fin de la humanidad tuvo la buena idea de sembrar nogales en su casa, a la vista de todo el mundo.
Ello convenció a las personas inteligentes de que el santo representante de Dios en la tierra era un embustero. Y es que si los nogales tardan años en dar frutos después de haber sido plantados, ¿para qué los cultivaba si todo se iba a destruir en unos meses?
La historia viene a cuento porque un ultraderechista hombre de negocios que conozco, ardoroso activista en favor de la candidata identificada con su ideología, ayer tomó un vuelo a Londres para ver la Champions League el próximo sábado.
Cuando me enteré le pregunté por WhatsApp: “¿O sea, cabrón, que no vas a votar?”. Su sincera, por cínica, respuesta me enterneció: “Lo haría si pudiera regresar a tiempo, pero por más que lo he intentado no será posible. Te juro que me duele no cumplir con mi obligación cívica”. Vayan manera desfachatada para decir que las elecciones le valen gorro.
El tipo viaja con otros dos o tres de su clase y sus hijos, hombres muy adinerados —no les acompañan mujeres, según entendí—. Podrían entre todos hacer una coperacha y pagar un vuelo privado para estar de regreso el domingo y poder votar por la candidata que apoyan.
Ante mi sugerencia me comentó: “Ni que estuviéramos locos. ¿Sabes cuánto cuesta eso? Te juro que lo haría yo solo, pero como de plano no hay posibilidades, me ahorro el gasto”.
Por posibilidades no se refiere a la capacidad de su bolsillo para pagar un servicio bastante caro ni tampoco a disponibilidad de aviones privados en Londres para volar a México, sino a las probabilidad prácticamente cero de que se dé un milagro en las elecciones que altere los pronósticos confiables.
Ese señor no se registró para votar en Londres porque cuando decidió ir a la Champions no se le ocurrió. Para consolarse por la tragedia de abandonar a su candidata por la Champions League, decidió estar unos días de parranda en el Reino Unido para después ir a París a las finales del campeonato de tenis Roland Garros.
Por cierto, ese torneo no se llama así por un campeón tenista, sino por un aviador un tanto fraudulento, Eugéne Adrien Roland Georges Garros, héroe de la Primera Guerra Mundial que se hizo famoso porque utilizó su propia aeronave para destruir un temible Zeppelin alemán, pero después se supo que no ocurrió así: el valiente Roland Garros quién sabe qué hizo, pero vivió para contarlo y ahora su nombre está asociado a un torneo que reúne fifís de todas partes, mexicanos y mexicanas en las primeras filas.
En fin, ya sabe la candidata abandonada por la Champions y el Roland Garros que la gente adinerada no suele ser del todo confiable. Es decir, los potentados son leales solo si no tienen que sacrificarse dejando de asistir a un juego importante del Real Madrid o a un torneo tenístico de primer nivel.
¿Yo dejaría de votar para estar en el Tour de Francia? Nunca se me ha ocurrido hacer un viaje solo para trepar los Alpes o los Pirineos y así ver pasar durante unos segundos a los ciclistas líderes; solo a los líderes porque a los rezagados, como en todas las actividades de la vida, ni quién los pele.