Donald Trump y López Obrador tienen algo en común, son personas avasallantes que hacen de la política la manera de concentrar el poder para imponerse asumiéndose portadores únicos de la voluntad del pueblo. Por lo mismo siempre hablan a su grey multitudinaria. Predicar a los afines es la especialidad.
Muchos pensaban que los desplantes de Donald Trump eran simples recursos de campaña y que en el poder habría de moderarse. Lo mismo se pensó de López Obrador y acabó con la república y su imperfecta democracia. Inaudito que conociendo a Trump se pensara en México que sus expresiones eran simple alarde electorero. Después de ganar ha persistido y ahora como primer momento de su gobierno promete aranceles para imponer condiciones a sus vecinos y a China. Es claro que para él no hay socios, mucho menos amigos. MAGA (Make America Great Again) es un acrónimo de imposición. La duda persiste en analistas de que realmente vaya a actuar en tal sentido y sus expresiones son una manera de intimidar anticipadamente.
La presidenta Sheinbaum respondió a la amenaza con un lenguaje inobjetable, como si Donald Trump tuviera registro de Morena y estuviera domiciliado en Iztapalapa. La réplica llevará a la presidenta a elevar su aprobación, el peso se deprecia y el nerviosismo crece en los de por si veleidosos inversionistas. Sheinbaum y Trump están exactamente igual, hay que complacer a los de casa sin importar mucho lo demás.
No deja de ser extraño que la presidenta invoque racionalidad e interés del vecino para argumentar su caso, más aún que llame al diálogo. Merecedor de atención porque desde 2018 la marca de la casa ha sido prescindir de la razón, de la inclusión y de una mínima disposición al acuerdo. Van más de seis años consecutivos de que el gobierno desde la presidencia es un espacio de militancia, de verdades reveladas y prédicas populistas, justamente lo que hace Donald Trump y, por lo mismo, los mexicanos deben esperar del vecino lo mismo que ocurre con sus gobernantes. Decir desde la más elevada oficina que es motivo de orgullo la escandalosa manipulación de los registros para los candidatos a juzgador de la reforma judicial es igual que culpar a los migrantes por las desgracias en el país norteamericano.
El problema no es el cinismo, tampoco el desprecio a la razón, la verdad o a la realidad. Lo que debe preocupar es que lo que se dice se hace y allí está la desaparición de los órganos autónomos, la destrucción del Poder Judicial Federal y de la independencia de la Corte, así como la colonización de órganos fundamentales para la vida pública como la CNDH, el INE o el Tribunal Electoral y no se diga la disolución de otros como el INAI, la COFECE, el IFETEL, la CRE, CONEVAL o el sistema de evaluación educativa.
Lo mismo debe pensarse de Donald Trump, precisamente porque son producto de lo mismo, esto es, proyectos políticos que por su sentido de superioridad están dispuestos a trascender todo límite e imponerse a toda costa. La calificación de Trump como un político de corte fascista no fue un señalamiento arrebatado propio de la disputa por el voto, sino una descripción de lo que es, piensa y está decidido a realizar. Así ha ido seleccionando colaboradores que reproducen su credo y ese es el modo de la mayoría de sociedad norteamericana y esto significa que, así como ha ocurrido en México con el obradorismo, el trumpismo impone sus propios valores, racionalidad y condiciones de realización. Ninguno de los dos pretende gobernar, sino destruir el orden de cosas porque ambos estiman que es el obstáculo mayor para trascender en su proyecto de país.
Un desafío descomunal pensarse en el marco del paradigma del gobernante populista. No es que prescinda de la razón o de la verdad, la cuestión es que ellos construyen su propia razón y su propio estándar de veracidad y hasta de probidad, midiendo a los de casa con complaciente generosidad y cargando con feroz intransigencia a los de enfrente. Son procesos claramente antiliberales que luchan por construir un sentido propio de la realidad invocando emociones como el rencor, el miedo y la desconfianza.
Las palabras de la réplica de la presidenta Sheinbaum en buena parte son irrefutables, pero han de estrellarse en el muro de la soberbia y obstinación de un presidente que invoca lo mismo: el mandato del pueblo para imponerse frente a todo y todos.