El oficio de escribir implica un salto constante al vacío de las dudas que asaltan los silencios. Cuando aprendemos a hablar, balbuceamos inventando nuevas palabras, nuevos universos íntimos entre un lenguaje que existe solo entre las madres y los pequeño-hablantes.

Cuando crecemos, el silencio se vuelve el camino más profundo para conocer a alguien.

Los silencios son un manojo compuesto de aquellos sentimientos suspendidos en el ambiente. Las miradas furtivas. Las sonrisas intempestivas. Las respiraciones lentas con los ojos enamorados. Las manos concentradas en alimentarnos. Un beso. Una sonrisa, una lágrima. El suspiro que encalla a un sentimiento profundo, los labios que guardan palabras impronunciables.

Escribir es imprescindible para desahogar los silencios que la voz no soporta, la letra y la palabra alcanza las profundidades de aquello que no se puede decir. Los gritos, por el contrario, son el estruendo superficial de nuestros síntomas inmediatos. La palabra es reflexiva, alojada en ese sitio gutural que comparte espacio con la garganta y se convierte en nudo cuando no se dice. Tal vez por ello, los asuntos serios se comunican por escrito y hasta el sentimiento más sincero se embellece adornado por una “eme” o por una “erre”.

Escribir es el oficio más noble. El placer menos comprendido. Uno que permanece después del clímax y que aligera la espalda cuando la escritura es camino del autoconocimiento. Después de todo, el mundo no es el mundo sino lo que vemos del mundo y las personas, además de ser ellas mismas, son aquello que nos significan. El cielo o el hielo, la paz o la guerra. Mi paz puede ser tu guerra y tu cielo pudo ser mi infierno.

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Escribir se siente distinto cuando el placer es impuesto. Como la prostituta que no alcanza los orgasmos ni con las cogidas más estereotípicas e intensas.

Probablemente es porque no somos nosotros mismos hacia los demás, sino su significado o su significante. Nadie es a nosotras, tampoco, la persona en sí misma sino su símbolo representativo en nuestras vidas, por ello tenemos “mejores amigas” y no solo una conocida llamada Margaret o un amigo llamado Francisco. Escribir también es jugar a secuestrar al tiempo. Hacerle una broma a los segundos y tentar nuestra propia vejez captando una pintura finísima, entretejida, sensible, adjetiva.

Y entonces me regresa el amor de pronto. No por la efusividad sino por la sensible vulnerabilidad de compartir nuestras formas de verbalizar lo profundo. De ser tantas palabras que integran nuestro tiempo y nuestro espacio, de arrancar la tendencia de no sentir para reconocernos en un huracán de sentimientos que tiene temporadas de paz y temporadas de ira. De abrazar nuestra destrucción tanto como abrazamos lo que el mundo aplaude. Y al final, dejarlo todo en una simple escritura. Es curioso.

La palabra calma pero también incendia y si hay algo poderoso en politizar la escritura abandonando la expresión íntima y privada es que la palabra es semilla que levanta almas y estimula conciencias. No es un acto tan íntimo ni tan privado. Escribir es un acto revolucionario.