Cómo se sabe, la idea de calificar al Estado como un ogro provino de un autor clásico como lo fue Hobbes quien, inspirado en textos bíblicos, lo llamó Leviatán.

Sin duda que es sugerente la idea de ogro, pues evoca la noción de fuerza y dominación que están en la concepción del Estado. Es evidente, cada uno tiene al suyo, y nosotros tenemos a nuestro propio ogro; conforme al estilo impuesto por el gobierno, lo hemos llamado aquí ogro exabrupto, en correspondencia a las pulsiones y reacciones que a través de sus casi cinco años de ejercicio ha puesto de manifiesto. En ese lapso el gobierno ha dado cuenta de decisiones intempestivas, recelosas de los ordenamientos jurídicos y de las regulaciones que pretenden establecer distintos órganos; el calificativo responde, también, al mérito o demérito de expresiones iracundas y a un sentido justiciero de la justicia que se protagoniza.

Cierto, de alguna manera todo Estado es un ogro, pero uno de los problemas que tenemos con el que ha procreado el gobierno es que no intimida e inhibe a quien debiera; mientras amenaza a quien no debería. Resulta temible con quien tendría que ser amigable y buscar consensos, en tanto se muestra comprensivo con quienes tendría que combatir. La confusión es distorsionante, extravía el papel del Estado y lo torna en una fuente de incertidumbre en cuanto hace a su desempeño.

En efecto, la delincuencia se ha enseñoreado en el país, los homicidios dolosos han roto sus registros previos; buena parte de la sociedad vive intimidada, a consecuencia de que el territorio nacional suma áreas fuera de control y sujetas a organizaciones delictivas; en tanto ello ocurre, el ogro que debiera combatir a los criminales y a sus organizaciones es afectuoso, meloso y hasta ingenuo con ellas.

Por otra parte, el ogro despliega su fiereza e intimidación a quienes difieren con él, emite hacia ellos su rugido más estridente y utiliza a su legión para mantenerlos a raya. El ogro es ogro con los adversarios, pero es obsecuente con quienes irrumpen los acuerdos de convivencia básicos que son las leyes; cree que es desafiante opinar distinto, pero convive o es connivente con quienes actúan por la ruta delincuencial; tolera los excesos en su propia grey, pero busca ser implacable con quienes lo hacen fuera de ella.

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Como especie herida, se pone fuera de sí si advierte que alguien, no consentido por él, lo puede desplazar; si intuye que otro colectivo puede tener repercusión y fuerza afectando su dominio, se muestra implacable, especialmente, porque ya ocurrió recientemente en el 2021 una reducción de su presencia. Así, frente a la nueva estación que tendrá lugar en 2024, se ve impelido a conjurar la amenaza que pueda representar esa cita. La fiereza del ogro se incrementa por su detonación en exabrupto, sin previo aviso, de forma sorpresiva y asistemática y con dirección focalizada para vulnerar de manera personalizada a quienes se han pasado de la raya o que en su visión merecen algún tipo de escarmiento.

A su vez, el hiperpresidencialismo es un dispositivo importado del pasado, merced al cual se puede colonizar o someter a otras instancias de poder; en él se ampararon expresiones autoritarias que buscaron redimirse a través de una búsqueda esforzada por consolidar el régimen democrático; el problema con el hiperpresidencialismo de ahora no sólo es su retorno, sino que evade un compromiso con la democracia electoral, debido a que tiene saldos pendientes con ella y que se asume lo ofendió en alguna de las elecciones presidenciales.

Sin aceptar ningún compromiso u obligación con el régimen democrático y, por el contrario, suponiendo que la democracia le debe, el hiperpresidencialismo del presente avanza sin sujeciones, límites o freno, erigiéndose en el instrumento clave para reducir la competencia política y establecer un claro andamiaje hacia un sistema clientelar que garantice su predominio.

¿Cuál será la fuente de legitimidad de las elecciones ante la cancelación de la competencia política? La pregunta viene al caso ante la resistencia presidencial para observar las resoluciones que le ha dirigido el INE, donde le ordena omitir su participación y opiniones hacia las próximas elecciones y de quienes se perfilan como sus principales protagonistas.

Si la fuente de legitimidad de las próximas elecciones no la aporta la competencia política, entonces buscará su soporte en la contundencia de los posibles resultados electorales, como se hacía antaño conforme a un sistema de partidos que mantenía la predominancia de uno de ellos. La legitimidad provenía de resultados aplastantes respecto al vencedor; todo indica que esa es la pretensión. No competencia, contundencia.

El ogro exabrupto tiene sed de permanencia a toda costa y por en cima de todo; ni duda cabe que ha de eliminar la competencia para así lograr la primacía de gobernar; sólo entonces pensará construir un nuevo balance con la democracia electoral, pues en este momento ella le debe, y si llegó a la posición de gobierno fue a pesar de sus definiciones y reglas.

El ogro exabrupto viene por la revancha; no le basta haber triunfado hace cinco años; quiere abrir un nuevo ciclo aunque para lograrlo recurra a la más abierta insubordinación y rebeldía; las armas con las que lo intentará provienen de su carácter indómito, de su capacidad de amenazar y de disciplinar, de su fuerza de intimidación, de lo estruendoso de un rugido que se escucha casi todos los días por las mañanas para actualizar y anunciar su acción intimidante, los retos que asume e identificar a los enemigos.