Se supone que en los partidos habitan los liderazgos llamados a protagonizar la vida política escenificada en el desarrollo de gobiernos, la deliberación parlamentaria; la expresión ciudadana, en el debate que construye el espacio de lo público, en la polémica que se realiza en la interacción argumentativa entre mayorías y minorías.
Para asi, llegar a la formación de consensos y disensos, la gestión de causas, la promoción de la participación social; la formación de iniciativas, propuestas y programas que sean la concreción de sus idearios; la canalización de las elecciones y en ellas la promoción de ciudadanos que mejor identifican sus causas y valores y que ganan reconocimiento social.
En una palabra, los partidos son como escuelas de la política.
De ahí que cuando se plantean críticas acerbas hacia la vida política, se encamine también un duro cuestionamiento a los partidos, al grado que han merecido las calificaciones de aceptación más bajas en las encuestas que se han practicado en los últimos años en México.
En medio del cruce de caminos que ha vivido el país en los últimos años y de las insistentes propuestas de transformación planteadas por el gobierno, mismas que pretende encabezar su partido, es de esperarse que éste fuese su principal protagonista, erigiéndose en su mejor difusor y organización política encargada de personificarlas.
Máxime si, como ha sido, sus planteamientos se asientan en una crítica de vicios, errores y actos reprobables perpetuados en el pasado reciente y que se supone serán superados.
Todavía más si la transformación que proclaman pretende ubicarse a la escala de los grandes hitos que marcaron la historia del país, a través de la Independencia, la Reforma y la Revolución, a modo de llamar a la inauguración de un nuevo momento en la vida de la Nación, a la escala de esos tres grandes alumbramientos del ser y mística que nos identifica como mexicanos (as).
Sucede que lejos de esa magnificencia de propósitos, el partido en el gobierno exhibe pugnas y conflictos internos que degradan la vida política, exhiben pobreza en sus prácticas, empobrecen a la institución, visibilizan el dominio de las ambiciones personales y de grupo por encima de los anhelos expuestos en su ideario, anunciando una burda lucha de intereses que no se compadece -y aún más, contradice- las altas causas que dicen perseguir o enarbolar.
Así ha quedado expuesto en la inauguración de la jornada interna para elegir a sus congresistas nacionales en los 20 estados en donde ésta se realizara en su primera fase, que ha servido para que se recrearan hábitos y prácticas que han sido objeto de repudio generalizado y que era de suponerse se encontrarían superadas.
Disturbios en casillas, quema y destrozo de papelería electoral, acarreo a través de microbuses asociado a la entrega de indicaciones escritas sobre por quién votar, enfrentamientos y disturbios, entrega de despensas, votación por consigna, extravío de papelería, relleno de urnas, intervención de funcionarios públicos en modalidad de movilizadores para coaccionar el voto, compra de votos; es decir todo un catálogo de malas artes.
Al grado que el dirigente nacional de ese partido -fracturado o partido por tales acciones-, declaró que se anularían las elecciones en las demarcaciones en las que se comprobara la comisión de prácticas irregulares.
En el momento que lo extraordinario es marcado por los excesos y conductas reprobables, en vez de por lo meritorio, casi nada se puede esperar además de la repetición abusiva de los viejos vicios, por más que se hayan formulado promesas esperanzadoras.
Desnudan una brutal frustración de expectativas, por haber fincado su legitimación en el conocimiento y crítica de lo que después, en los hechos, reivindican.
Debe insistirse que se trata del partido en el gobierno y de su obligación de liderar una gama de propuestas y de intenciones que ahora corrompe a través de su vida interna. Se marca una línea de continuidad -para mal-, de lo que ha ocurrido en el proceso que viven las llamadas corcholatas o posibles candidatos para ganar la presidencia de la República, donde han lucido exclusiones, iniquidad, golpeteo interno, divisiones, riesgos de fractura y posibles escisiones como repudio a un arreglo mal desplegado.
El problema no sólo es de un partido, sino del mensaje de pobreza organizacional que emite y de pobreza ética que, lamentablemente, acredita para poner en entredicho los afanes que lo impulsan respecto de las propuestas que realiza. Los heraldos anuncian desde ahora una controvertida jornada electoral hacia 2024 que sólo podrá ser superada con la solides de las instituciones electorales que, curiosamente, ahora el gobierno pretende minar.
La razón de hacerlo tal vez sea construir desde el gobierno una expectativa de triunfo que como partido no tienen la aptitud de alcanzar; de modo que para lograrlo requieren degradar a los organismos electorales.