México no tiene una consolidada historia democrática. Sin el ánimo de analizar a las civilizaciones mesoamericanas o los tiempos coloniales, y con un enfoque particular en la historia del México independiente, se puede concluir que el país no goza de fuertes credenciales democráticas.

Tras lo sucedido en días recientes en el marco de la reforma al Poder Judicial, ha quedado nuevamente de manifiesto que el presidencialismo, sí, aquel denunciado por los críticos y múltiples veces analizado por los historiadores, se ha convertido nuevamente en protagonista indiscutible.

AMLO, en su empeño infatigable de firmar la noche del 15 de septiembre el decreto de reforma al Poder Judicial, utilizó todo el poder investido en la figura presidencial, y sobre todo, en sus capacidades “meta constitucionales” ( término acuñado por Jorge Carpizo) para hacer aprobar en la Cámara de Diputados, en el Senado y en la mayoría de las legislaturas locales una serie de controversiales cambios a la Carta Magna, mediante el uso de recursos y procedimientos fraudulentos más cercanos a la Venezuela de Maduro que a un régimen democrático.

En otras palabras, AMLO, apenas 15 días antes del término de su presidencia, doblegó a más de mil legisladores federales y estatales, incluidos miembros de los partidos de oposición,  para regocijarse de recibir un lindo regalo de despedida previo a su partida.

Y según ha trascendido, pasó igualmente por encima de la voluntad de Claudia Sheinbaum de buscar posponer la reforma con el objetivo de ampliar la discusión y dar la posibilidad de extender las discusiones sobre la misma. La presidente electa habría pretendido aplazar la discusión una vez que hubiese asumido el cargo.

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¿Cuándo se habría visto en México que los legisladores de una legislatura entrante y el presidente electo se plegasen a los designios de un presidente en funciones que dejaría el poder en dos semanas?

México avanza inexorablemente hacia un momento de gigantesca incertidumbre política. Por un lado, el presidente en funciones luce dispuesto a continuar ejerciendo un poder que dejará de ser formal a partir del 1 de octubre, y por el otro, una presidenta electa, que cuenta con una plena legitimidad de las urnas, envía mensajes contradictorios sobre su disposición a imprimir un sello personal a su gobierno. Lo veremos.